Durante la Edad Media, muy pocas personas sabían leer y escribir; no había bibliotecas públicas y, además, se perdieron y destruyeron preciosos textos manuscritos antiguos. Todo el saber de la época estaba en manos de la Iglesia Católica.
Los monjes copiaban e ilustraban las Sagradas Escrituras y algunos textos clásicos. También registraban los hechos históricos más importantes y redactaban anales y crónicas para la posteridad.
Como el saber estaba en manos del mundo eclesiástico, no es extraño que los principales pensadores y filósofos medievales hayan sido religiosos. Es el caso de Santo Tomás de Aquino (1225-1274), que, basándose en la obra del griego Aristóteles, analizó la doctrina católica desde el punto de vista de la razón y la lógica, estableciendo límites y relaciones entre la filosofía y la teología.
El fin del monopolio cultural católico, que duró alrededor de 10 siglos, se produjo gracias a la técnica desarrollada por el alemán Johannes Gutenberg a mediados del siglo XV: la imprenta. Se empezaron a imprimir tantos libros, que se incrementó la alfabetización -mediante la creación de más universidades, escuelas y bibliotecas- y se democratizó el acceso al conocimiento. Como se hacían muchas copias, los libros eran más baratos y personas de distintos niveles sociales o estamentos podían acceder a ellos.