La escultura de este período oscila entre la tendencia neoclásica, que perdura durante gran parte del siglo XIX y el realismo histórico. El espíritu romántico se encuentra más en la representación subjetiva que en los temas tratados.
Los franceses fueron los mejores exponentes de esta época, entre los que se cuentan Pierre Jean David d’Angers (1788-1856), que incursionó en el estilo clásico y en el romántico; François Rude (1784-1855), considerado el escultor francés más importante de este período, cuya obra más recordada es «La Marsellesa», ubicada en el Arco del Triunfo en París; Jean-Baptiste Carpeaux (1827-1875), que realizó excelentes bustos en los que captó a la sociedad de la época y que es conocido por el grupo escultórico «La Danza», que se encuentra en la fachada del Teatro de la Ópera de París; y Antoine Louis Barye, considerado el mejor escultor de animales desde la Antigüedad. Sus obras de bronce parecían ser animales salvajes en sus hábitats.
La búsqueda de la perfección
El realismo surgió como oposición al idealismo de los estilos neoclásico y romántico. Estos escultores buscaban realizar una copia lo más fiel posible de la realidad objetiva, así como la descripción de la naturaleza y la vida cotidiana. El realismo es considerado en la historia del arte como un período clásico; sin embargo se desarrolló principalmente a través de la pintura.
De los escultores asociados a este estilo destacan los españoles Ricardo Bellver, «Angel caído», en el Retiro de Madrid; Jerónimo Suñol, «Dante», en el Museo de Arte Moderno, y Agustín Querol, «Monumento a Quevedo».
Uno de los máximos representantes del realismo francés fue Honoré Daumier (1808-1879), litógrafo, caricaturista, pintor y escultor, cuyos temas favoritos fueron la sátira social y especialmente la crítica a los funcionarios de la justicia. Entre los años 1832 y 1835 realizó bustos de personalidades relacionadas con la política y la actualidad de su época.