Desde la muerte de Domiciano (96) hasta la de Marco Aurelio (180), Roma vivió la etapa más próspera de toda su historia. El imperio llegó a su mayor extensión con el gobierno de Trajano (98-117). Este emperador extendió la influencia romana hasta el golfo Pérsico y en este paso conquistó Dacia, Arabia, Armenia y Mesopotamia. En Roma, Trajano emprendió grandiosos proyectos arquitectónicos, financiados por la riquezas obtenidas durante la conquista de Dacia (actual Rumania).
El último emperador de los Flavios fue Adriano (117-138), quien tuvo como objetivo máximo buscar la paz y para ello terminó con la larga lucha contra los partos (persas, en Asia), abandonando el control de Asiria, Mesopotamia y Armenia. Además, se preocupó del bienestar de las distintas provincias y por esta razón realizó amplios viajes por los confines del imperio.
Los Antoninos y los Severos
La nueva dinastía, conocida como la de los Antoninos, se inició con Antonino Pío (138-161), quien continuó con la tarea pacificadora de su antecesor y realizó una reforma en la administración pública y en el ejército. Sin embargo, durante su reinado se vivieron algunos problemas fronterizos, como en Britania, donde se tuvo que levantar un muro más al norte del levantado por Adriano (en el 132). También hubo algunos conflictos en Mauritania y Judea.
A su muerte, Marco Aurelio (sobrino de Adriano) junto a Lucio Vero (hijo adoptivo de Adriano) llevaron a cabo una sucesión y un gobierno compartido. Oficialmente, ambos tenían los mismos poderes, pero en la práctica era Marco Aurelio quien ostentaba el poder real y a Vero se le asignó el control del ejército hasta 169, fecha en que murió.
Marco Aurelio estuvo constantemente en guerra con varios pueblos limítrofes del imperio, como los germanos y los partos.
Desde el 176, Cómodo era corregente del imperio junto a su padre, Marco Aurelio. Cuando este murió, en el 180, subió al trono como único emperador su hijo Cómodo. Esto fue recibido favorablemente por sus súbditos, debido al buen recuerdo del emperador fallecido. Sin embargo, pronto decepcionaría por su carácter megalómano (tenía delirio de grandeza) y libertino y porque gobernó de modo despótico, dejando en manos de sus cercanos los asuntos de Estado. Murió en el año 192 asesinado, producto de una conspiración de sus enemigos.
Le sucedieron en el lapso de un año (193), primero Pertinax y luego Didio Juliano, quienes morirían en medio de diversas maquinaciones y serían los últimos gobernantes de los Antoninos.
Ese mismo año llegó al trono Septimio Severo (193-211), quien restableció la unidad y comenzó la dinastía de los Severos (193-235). Los emperadores (algunos actuando como coemperadores) de este linaje fueron: Septimio, Caracalla, Geta, Macrino, Heliogábalo y Alejandro Severo.
La anarquía militar
El periodo posterior a la muerte de Alejandro Severo y hasta la llegada de Diocleciano (235-284), fue de gran confusión y se suele denominar de "Anarquía militar" o el "Imperio militar". Este periodo se caracterizó porque el nombramiento de los emperadores lo hacía el ejército, la separación de algunas zonas del imperio y el empobrecimiento del pueblo y del Estado.
De los 12 emperadores (Maximino Tracio , Gordiano I, II y III, Filipo "el Árabe", Decio, Trebonio Galo, Valeriano, Galieno, Claudio II, Aureliano, Probo y Carino Numeriano) que gobernaron en los 33 años iniciales, casi todos murieron violentamente. Entre estos destacan Claudio II, que rechazó a los godos y Aureliano, que derrotó a los germanos, godos, y a la reina de Palmira (actual Siria), Septimia Zenobia, quien había ocupado Egipto y Asia Menor.
A Aureliano le siguieron un par de emperadores (Probo y Carino Numeriano) relativamente insignificantes, hasta el ascenso al trono, en el año 284, de Diocleciano.
El bajo imperio: crisis y hundimiento
Con Diocleciano se inició lo que se conoce como el "Bajo Imperio", que durará hasta la división del imperio romano de Occidente. Este emperador instauró el período de la "Tetrarquía", es decir, el gobierno entre cuatro, que estableció una nueva división de poderes y organización territorial. Esto era repartir el imperio en cuatro regiones gobernadas por dos emperadores, él y Maximiano, y dos césares, Constancio Cloro y Galerio.
Sin embargo, cuando Diocleciano se retiró (305), la Tetrarquía pasó por varios vaivenes y al poco tiempo, el imperio fue reunido por un único gobernante: Constantino. Este trasladó la capital del imperio a Constantinopla, consolidando el predominio de Oriente. Este emperador favoreció a los cristianos al permitirles practicar su religión (Edicto de Milán, 313).
Los gobernantes que le siguieron debieron enfrentarse a la constante amenaza de una invasión bárbara y los síntomas inequívocos de la decadencia interna del imperio. Tiempo después, el imperio volvió a dividirse, cuando Teodosio (395) lo repartió entre sus hijos: a Arcadio le correspondió Oriente y a Honorio, Occidente.
Así, mientras Constantinopla sería el centro del imperio del Oriente y de la nueva civilización bizantina por un milenio más (hasta la invasión de los turcos, en 1453), el de Occidente se veía destinado a acabar a fines del siglo V, cuando Italia fue invadida por los godos.