La administración de las tierras de Roma, que a esta altura ya conformaba un verdadero imperio debido a su extensión, fue dividida entre ellos. Julio César partió a la Galia y Craso a Siria; Pompeyo, por su parte, debía encargarse de Hispania.
Craso falleció al poco tiempo. Mientras tanto, Julio César obtenía brillantes éxitos militares, que incluso lo llevaron a incursionar hasta Germania, tras atravesar el río Rin, y también hacia Britannia (Inglaterra). César, militar victorioso, contó con el apoyo incondicional de sus legiones, pero estos triunfos despertaron la enemistad en Pompeyo. Tras aliarse con el Senado, Pompeyo logró que se le designara como cónsul único y que el año 49 a.C. se ordenara a César el licenciamiento de sus tropas y regresar a Roma. Este desobedeció las órdenes y, colocándose a la cabeza de sus fuerzas, cruzó el río Rubicón, es decir, la frontera entre Galia e Italia. Al atravesar este curso fluvial, expresó: “Los dados están echados”, frase que simbolizaba que la decisión de ir en contra de Pompeyo ya estaba tomada, que no habría vuelta atrás y que la suerte decidía a cuál de los dos favorecía. La fortuna se inclinó por Julio César, quien posteriormente se impuso sobre sus enemigos en Grecia, Egipto, Hispania, Siria, Asia Menor y África.
El Senado debió otorgarle amplios poderes y los romanos, ya cansados de guerras civiles, vieron en él a la persona que los llevaría a la paz que tanto anhelaban. Nombrado dictador vitalicio, inició una serie de reformas, como la repartición de tierras entre la plebe y los soldados, la confiscación de bienes de los patricios para destinarlos a obras públicas y la incorporación de tierras no explotadas al sistema productivo.
También procuró engrandecer su propio prestigio, confiriéndose atributos divinos, además del título de “padre de la patria”. Se hizo levantar monumentos y se ataviaba con una toga púrpura y una corona de laureles. En el fondo, se transformó en un monarca, e incluso pidió ser coronado con derecho a designar a su sucesor. Todo esto depertó profundos recelos, pues se veía que la república llegaba a su fin. Para evitarlo, un grupo de conspiradores le dio muerte el año 44 a.C., pero no fueron capaces de asumir la conducción política.