Primero se enfrentaron con los veyanos (396 a.C.), que estaban en la rivera etrusca del Tíber. Luego con los galos, que los sitiaron por siete meses en el Capitolio, y a quienes debieron pagar un tributo de mil libras de oro para ser liberados.
Pese a este retroceso, volvieron a emprender la conquista para obtener la Italia central. Quienes les presentaron grandes dificultades fueron los samnitas. Estas batallas se prolongaron desde el 343 al 290 a.C.
Faltaba sólo el extremo sur, donde estaban los griegos, dirigidos por el rey Pirro, cuyo ejército tenía elefantes que los romanos no sabían combatir, por lo que fueron derrotados. Tras varias batallas (que se iniciaron el año 280 a.C.), Pirro decidió replegarse a Sicilia. En su siguiente embestida sobre Roma, los legionarios ya sabían lidiar con los elefantes, así que fue vencido en Benevento (275 a.C.). Con esto, los romanos se anexaron el Golfo de Tarento, completando el dominio de la península itálica.
Tras cada victoria se firmaban tratados especiales con las denominadas comunas. Algunas recibieron amplios privilegios, adquiriendo derechos al igual que los romanos; otras conservaron su autonomía, pero permanecieron bajo el dominio de Roma; y otras se convirtieron en confederadas, estando obligadas a proporcionar ayuda militar a los romanos.
Además, para asentar su dominio, Roma estableció colonias, que pobló con ciudadanos romanos y latinos. Eran plazas fortificadas ubicadas en lugares estratégicos y unidas por una red de caminos. Uno de los más importantes fue la Via Appia, que conducía de Roma a Capua y que después fue prolongada hasta Brindisi en el mar Adriático.
A través de las colonias, el latín se difundió como idioma por toda Italia.