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En el siglo III a.C., Cartago, colonia fenicia establecida en Túnez (Norte de África), era la potencia marítima que dominaba el Mediterráneo occidental. Hacía largo tiempo que Roma la veía como una seria amenaza a su pretensión expansionista. Así es que, cuando controló la península itálica, la atacó (264 a.C.). A este conflicto se le conoció como Guerras Púnicas y duró más de un siglo.


En la primera Guerra Púnica (264-241 a.C.), Cartago perdió las islas de Sicilia, Córcega y Cerdeña.


Sicilia fue la primera provincia de Roma cuya administración fue entregada a un pretor (magistrado romano inferior a un cónsul). Los provincianos eran considerados súbditos, obligados a pagar un tributo.


La segunda Guerra Púnica (218-201 a.C.) fue testigo de las hazañas del general cartaginés Aníbal, quien venció en Cannas a los romanos y llegó, junto con su ejército de elefantes, a las puertas de Roma, pero no pudo entrar en ella. Años más tarde, Aníbal fue derrotado por Escipión el Africano en la batalla de Zama, en el norte de África.


Cartago perdió su flota y sus territorios en Hispania. Con esto se asentó el predominio romano sobre el Mediterráneo occidental.


La tercera Guerra Púnica (149-146 a.C.) fue la última, ya que los romanos atacaron a la propia Cartago hasta que finalmente se rindió. La ciudad fue incendiada y los sobrevivientes vendidos como esclavos.


El territorio cartaginés se convirtió en provincia con el nombre de África y abasteció de trigo a Roma.


La República se extingue


A pesar de todo su poder y de haber conseguido numerosos territorios, imponiendo su dominio en gran parte de la cuenca mediterránea, a veces por la fuerza y otras mediante la diplomacia (ver glosario), Roma estaba desgarrada socialmente por dentro, sin que la República pudiera evitarlo.


Lo que pasó es que las riquezas que habían dejado los triunfos romanos fueron a parar a las manos de quienes ejercían el poder en ese tiempo: los nobiles u optimates. Ellos adquirieron grandes propiedades y terrenos y acumularon enormes fortunas al administrar las provincias, al igual que el orden ecuestre o de los caballeros, llamados así porque hacían el servicio militar en las centurias de la caballería.


Pero las guerras no produjeron los mismos efectos entre los campesinos, quienes, al ver sus tierras destruidas o al ser alejados de ellas, sufrieron graves daños. Por eso, muchos aldeanos se dirigieron a Roma buscando mejorar su vida; pero muchos perdieron sus bienes y no consiguieron trabajo. Su único tesoro era su prole, es decir, su familia, por lo que pasaron a ser llamados proletarios.


Compadecido de esta situación, Tiberio Graco, elegido tribuno de la plebe en el año 133 a.C., propuso que si alguien tenía más de 125 hectáreas de tierra, las sobrantes debían ser repartidas entre los pobres. Esto causó el disgusto de los optimates, quienes al ver que Tiberio era reelegido, lo asesinaron, dando inicio a un etapa de guerras civiles.


Cuando su hermano Cayo Graco fue nombrado también tribuno de la plebe, diez años después, su posición era más radical: quería suprimir el poder del Senado y acabar con la supremacía de los optimates. Su meta era una democracia como la de Atenas, totalmente igualitaria. Renovó la reforma agraria y logró que se aprobara la ley Frumentaria, que establecía la distribución de cereales a bajo precio entre el proletariado.


Posteriormente, Mario, un astuto general, tras ser elegido cónsul en el 107 a.C., comenzó a dirigir la política romana y abrió las puertas para que los proletarios formaran parte del ejército, que desde ese momento pasó a ser profesional, aunque seguían existiendo, para casos específicos, las milicias ciudadanas.


Los enfrentamientos entre los optimates y el llamado partido popular terminarían abruptamente cuando Sila, representante de la clase oligárquica -conformada por los ricos y nobles-, aniquiló al partido popular y se proclamó dictador (81–79 a.C.).


Hubo después otros conflictos civiles que pusieron en crisis al régimen republicano. Como las instituciones no funcionaban, se recurrió al poder militar, varios de cuyos exponentes aprovecharon de ganar terreno, como Pompeyo, un general famoso por sus triunfos en Hispania y África; Craso, el hombre más rico de Roma, y Julio César, de origen patricio y un genial orador. Para hacerse del poder del Estado y repartirse las tierras del imperio, los tres formaron un triunvirato (60 a.C.). Pompeyo obtuvo el proconsulado de Hispania, Craso el de Siria y César el de las Galias.


La figura de Julio César


De los tres personajes que formaron el triunvirato, fue Julio César el que más se destacó. Mientras Pompeyo se quedaba en Roma y Craso fallecía al poco tiempo, Julio César lideró la conquista de la Galia transalpina (58-52 a.C.). No contento con su éxito, invadió también Germania y Britannia, la actual Inglaterra. Estas victorias le merecieron el respeto y admiración a toda prueba del ejército, lo que no fue bien recibido por Pompeyo, quien había conseguido que el Senado lo nombrara cónsul, después de volcarlo a su favor.


Cuando en el año 49 a.C., Julio César recibió la orden de retornar a Roma, no quiso hacerlo. Con eso provocó un enfrentamiento con Pompeyo, al cual vencería un año más tarde (48 a.C.), en la batalla de Farsalia. Sin obstáculos en su camino, no fue difícil que el Senado lo designara como dictador vitalicio.


Consciente de la situación social, repartió dinero entre los pobres y les creó trabajo a través de un programa de obras públicas; repartió tierras a más de 80 mil ciudadanos y a los veteranos de sus legiones; fundó colonias en África, Hispania y las Galias; estableció los tributos que debían pagar las provincias y decretó que estos ya no fueran cobrados por los publicanos, sino por funcionarios responsables; perfeccionó el calendario etrusco, al que le agregó un año bisiesto cada cuatro años, creando el “calendario juliano”, que fue usado hasta 1582 d.C., cuando fue reemplazado por el calendario gregoriano, perfeccionado por el Papa Gregorio XIII.


Sin embargo, a pesar de que Roma disfrutaba nuevamente de tranquilidad y fortuna, Julio César fue asesinado el 44 a.C., debido a que era considerado un tirano por la nobleza, la cual se apoyó en Casio y Bruto, junto a otros nobles, para cometer el crimen.


Para llenar el vacío dejado por Julio César, el año 43 a.C. se formó otro triunvirato, esta vez integrado por Octavio, hijo adoptivo de Julio César, Marco Antonio y Lépido, jefe de la caballería.


Octavio se mantuvo en Roma a cargo de las provincias de Occidente, Lépido se dirigió a África y Marco Antonio viajó a Egipto, donde se casó con su reina, Cleopatra, convirtiéndose en un monarca oriental.


Esta situación fue usada por Octavio como pretexto para lograr su destitución y declarar la guerra a Cleopatra, a la que venció en la batalla naval de Accio (31 a.C.), apoderándose de su capital, Alejandría. Luego, convirtió a Egipto en una provincia romana.


Lépido se retiró, por lo que Octavio se adueñó del imperio.


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