En el 661, tras el asesinado de Alí, primo de Mahoma, nació el califato Omeya, cuya capital se asentó en la ciudad de Damasco.
La corte de los califas adoptó un refinamiento y una estructura administrativa inspirados en los modelos bizantinos y persas; el Imperio quedó organizado en una red de provincias gobernadas por los emires o walíes bajo la dirección suprema del califa (soberano político y religioso) y sus colaboradores, el Mexuar (consejo), el hachib (primer ministro), los visires (ministros) y los cadíes (jueces).
El 750 los chiítas, secta musulmana formada por los partidarios de la dinastía de Alí, destronaron a los omeyas e impusieron un nuevo califato, el abasí, con capital en la ciudad de Bagdad. A partir de ese momento se inició un período caracterizado por la progresiva fragmentación del imperio árabe hasta la desaparición del califato en 1258 y el surgimiento de distintos reinos musulmanes, entre los que alcanzó papel sobresaliente el de los turcos otomanos.
Religión sin sacerdotes
En el islamismo no hay una forma organizada de sacerdocio. Es decir, no existe un grupo de clérigos con autoridad eclesiástica que pueda establecer un único y universalmente aceptado canon o dogma. Lo más cercano al sacerdocio son los teólogos y juristas –conocidos como ulemas– que dedican sus vidas al estudio, la interpretación y la enseñanza de la ley islámica. La oración del viernes en la mezquita es dirigida por un imán, pero cualquier musulmán conocedor de las oraciones puede actuar como tal.