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Luis XIV (1638-1715) ejerció plenamente su poder estableciendo una monarquía absoluta de “derecho divino”. Para él, el Estado se confundía con su persona, y de allí la frase que se le atribuye: “El Estado soy yo”. No compartió con nadie el poder y no aceptó ninguna limitación a este. Por ello, en su reinado la nobleza quedó excluida de los asuntos de gobierno, y los parlamentos ya no tenían injerencia alguna, pues habían quedado suspendidos a partir de 1673.

Para consolidar la unidad interna, revocó el Edicto de Nantes, ya que en la monarquía absoluta debían regir una sola ley y una sola fe. De paso, mandó al exilio a unos 200 mil hugonotes, y pagó dinero a quienes se convirtieran al catolicismo.

Luis XIV se rodeó de inteligentes ministros. Entre ellos destacó el de finanzas Jean Baptiste Colbert, quien fomentó sistemáticamente la producción industrial y el comercio de exportación, política económica que se denominaría colbertismo o mercantilismo.

Este reinado también se caracterizó por su agresiva y ambiciosa política exterior, cuyo objetivo principal era reforzar la hegemonía francesa, ampliando su territorio hacia el nordeste y el este. Para lograr este fin se apoyó en ciertos derechos hereditarios que empezó a reclamar, y en un ejército que fue el mejor organizado de su época. Así salió victorioso en numerosas empresas; por ejemplo, en la guerra con Holanda (1672-1678), durante la cual le arrebató a España el Franco Condado y varias plazas de Flandes, y efectuó diversas anexiones territoriales, gracias a las cuales la frontera francesa avanzó hasta la margen izquierda del Rhin. Sin embargo, tras este período de apogeo comenzaron los desastres. En la larga Guerra de la sucesión española (1701-1714), contra Inglaterra y Austria, los franceses sufrieron serias derrotas en todos los frentes, a pesar de lo cual, y gracias a las desavenencias de sus rivales y a su propia resistencia, Luis XIV salvó a Francia del desastre total.

No obstante, a causa de las largas guerras y el derroche de la fastuosa corte del rey, la nación quedó arruinada. Además, el pueblo francés se había desangrado, no solo por las batallas, sino también por las crueles persecuciones en contra de los protestantes.

A pesar de este desafortunado final, el reinado de Luis XIV es recordado como el gran siglo francés, pues la cultura de esta nación se irradió por toda Europa. El francés se convirtió en el idioma de la diplomacia y de la alta sociedad. Las artes, las letras y aun las ciencias alcanzaron un brillo inigualado en este período. 
En las letras destacaron Voltaire, Corneille, Moliere, Racine y La Fontaine. De la misma manera, la moda y las costumbres versallescas fueron imitadas más allá de los límites del Estado francés; incluso se habló del estilo Luis XIV.

¿Qué pasaba en el resto de Europa?

En el siglo XVII España fue gobernada por tres reyes: Felipe III (que reinó entre 1598-1621), Felipe IV (desde 1621 hasta 1665) y Carlos II (entre 1665-1700). Todos ellos mantuvieron el centralismo que habían implantado Carlos I y Felipe II, pero ejercido por ministros o favoritos. Con Felipe IV, España fue derrotada por los Países Bajos (1648) y Portugal (1668), y debió ceder el dominio de Jamaica a Inglaterra. Durante el reinado de Carlos II decayó el comercio con América y la industria naval hispana. Al terminar el siglo, España era una potencia de segundo orden.

En Inglaterra, al morir la reina Isabel, en 1603, sus sucesores pretendieron seguir manteniendo su estilo de gobierno; es decir, manejar a su gusto el Parlamento. Pero las cosas habían cambiado, puesto que la clase comerciante se había fortalecido y comenzó a ejercer su influencia. Entre los años 1649 y 1658 los ingleses tuvieron un gobierno republicano dirigido por Oliverio Cromwell. En 1688, Guillermo III juró para sí y para sus sucesores la Declaración de Derechos, la cual proclamaba que el soberano no podía adoptar determinadas medidas sin la aprobación del Parlamento. De esta manera, Inglaterra, en pleno siglo de las monarquías absolutas, dio el primer ejemplo de monarquía parlamentaria.

El Imperio germánico estaba constituido por varios pueblos (bohemios, austríacos y húngaros), los cuales luchaban por zafarse de la autoridad del emperador Fernando II de Habsburgo. Los prolongados conflictos, que terminaron en 1648, fueron desfavorables para los Habsburgo. Los distintos Estados del imperio conquistaron una notable autonomía. Algunas regiones del oeste se convirtieron en posesiones francesas, y otras, en el norte, fueron anexadas a Suecia.

Versalles y la vida de rey

Fue tal la convicción de Luis XIV de que él era el representante de Dios, y tal la adoración que generaba entre sus súbditos, que en el palacio de Versalles se instaló un verdadero culto a su persona.

Versalles se caracterizó por su magnificencia y lujo. Poseía grandes galerías, un sinnúmero de habitaciones, vastos jardines y grandiosos decorados. El rey se rodeó de una numerosa corte y un nutrido servicio (1.200 lacayos, 80 pajes y 40 camareros). Siempre se realizaban grandes bailes, fiestas, recitales y cacerías.

La vida en la corte versallesca fue una permanente representación, regulada por un minucioso ceremonial. Todos los actos del rey, desde que se levantaba hasta que se acostaba, asumían un carácter sobrenatural. Por ello, la nobleza se trasladó a Versalles y se consagró a buscar alguna tarea de tipo doméstica cercana al rey (ayudarlo a vestirse, servirle un plato o sentarse con él en la mesa, etc.).

¿Sabías que?

La Galería de los Espejos, en el Palacio de Versalles, fue el máximo símbolo de la monarquía absoluta de Luis XIV, testigo de la Revolución Francesa y, también, escenario de la firma del Tratado de Versalles, que terminó con la I Guerra Mundial.


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