Se le llamó «el poeta nacional» no tanto por su poesía en sí como por la trascendencia de su contenido social. Llenó toda su época con su dinámica personalidad. Fue un periodista combativo. Sirvió a Chile en la diplomacia y aún así tuvo tiempo para dictar conferencias y hacer teatro.
Víctor Domingo Silva nació el 12 de mayo de 1882 en Tongoy. «Nací en un pueblecito del norte que se llama Tongoy. Me crié en un ambiente intelectual, porque mi padre era un gran lector. Tenía una biblioteca de más de 2 mil volúmenes, y la función de leer era en mi hogar tan habitual como la de comer o de dormir«.
Sus comienzos no fueron fáciles. Tuvo una infancia dura y breve, porque debió ganarse la vida prematuramente.
En 1901 arribó a Valparaíso, ciudad en la que permaneció por espacio de 15 años. El Puerto, por esa época, bullía de actividades culturales atrayendo a muchos artistas e intelectuales de otras provincias. Víctor Domingo Silva participó activamente en las tertulias de la época junto a Carlos Pezoa Véliz, Augusto D’Halmar, Daniel de la Vega, Ernesto Montenegro, Zoilo Escobar y Gustavo Silva Endeiza, entre otros.
Junto a otros escritores fundó el Ateneo de la Juventud de Valparaíso, la Universidad Popular y se desempeñó como periodista de El Mercurio de Valparaíso, en donde escribía con el seudónimo de Cristóbal de Zárate. Además trabajó como periodista en varios diarios de la época como La Provincia de Curicó, del que además fue fundador, El Tarapacá y La Nación, entre otros.
Empezó a publicar sus poemas a los 19 años. Primero a través de la revista Pluma y Lápiz. Luego en 1906 publicó Hacia Allá, su primer libro. En su primera novela, Adolescencia, trató el tema del primer amor. Palomilla Brava es su novela del norte; El Mestizo Alejo y La Criollita, sus novelas del sur. Y Golondrina de Invierno, novela romántica que lo consagró como escritor.
Poemas de Ultramar y El Alma de Chile y La Lira de sus Barcos son recopilaciones de sus versos.
En el teatro tuvo un éxito enorme con sus comedias y dramas. Entre las obras se destacan: Aún no se ha Puesto el Sol, La Tempestad se Avecina, El Rey de la Araucanía, El Hombre de la Casa, Aguas Muertas, Fuego en La Montaña, El Pago de una Deuda, Como la Ráfaga.
Recibió el Premio Nacional de Literatura en el año 1954 y el Premio Nacional de Teatro en 1959.
Después de una destacada trayectoria en las letras nacionales, murió en Santiago, el 20 de agosto de 1960.
Su obra
Sus principales obras son:
– Adolescencia (1906)
– Golondrina de invierno (1912, novela)
– Palomilla brava (1923, novela)
– El alma de Chile (1928), antología poética
– El mestizo Alejo (1934)
– Poemas de Ultramar (1935)
– El cachorro (1937)
– La Criollita
En teatro se destacan:
– El Rey de la Araucanía (1936)
– Aún no se ha puesto el sol (1950)
– La tempestad se avecina
– El hombre de la casa
Al pie de la Bandera (Víctor Domingo Silva)
¡Ciudadanos!
¿Qué nos une en éste instante?
¿Quién nos llama?
¿encendidas las pupilas y frenéticas las manos?
¿a qué viene ese clamor que por el aire se derrama
y retumba en el confín?
No es el trueno del cañón;
No es el canto del clarín:
es el épico estandarte, es la espléndida oriflama,
es el patrio pabellón que halla en cada ciudadano un paladín.
¡Oh!, Bandera!
¡La querida, la sin mancha, la primera
entre todas las que he visto!…
¡Cómo siento resonar,
no en mi oído, sino dentro de mi ardiente corazón,
tu murmullo que es alerta y es arrullo;
tu murmullo, que es consejo en las tertulias del hogar
y que en medio de las balas es rugido de león!
¡Cómo siento que fulgura; con qué ardores,
la gloriosa conjunción de tus colores,
flor de magia, hecha de fuego, de heroísmo, de ideal!
¡La bandera! La soñamos inmortal
con su blanco, con su rojo, y con su azul,
en que descuella perla viva y colosal,
esa estrella arrancada para ella al océano de luz del cielo austral!
La hemos visto desde niño; la queremos
como amamos a la novia, con supremos
arrebatos, con ternura, con unción.
Ella vive palpitante en las visiones familiares
de los días escolares.
Y, al mirarle hecha jirones, nos parece
que ella grita al desgarrarse porque mece
lo que aún queda en nuestras almas de esperanza, de ilusión.
¡Todo pasa! Viento trágico y siniestro
padre noble, dulce madre, tibio hogar.
¡Somos huérfanos! Erramos, dolorosos peregrinos,
por insólitos caminos y al azar…
¡La bandera! ¿Quién olvida
que ella ha sido como un hada para nuestra edad florida?
¿Quién, al verla que, a pleno aire, se levanta
no la advierte como un alma enamorada de la vida?
¿De qué trémula garganta,
en los grandes días patrios,
se escapó una nota sola
que no haya respondido
como el eco más sentido
la bandera que tremola
en lo alto de una madero carcomido
de la escuela, del cuartel o del torreón?
¿Qué muchacho, entre la gresca vocinglera
de Septiembre, malamente disfrazado
de soldado
no ha jurado
convertirse en un héroe patrio y defender de su bandera
hasta el último jirón?
¡Oh, bandera! ¡Trapo santo!
hay ingratos que te niegan, que se burlan de tu encanto
con que envuelves y fascinas; que no
entienden el lenguaje
de tu risa y de tu llanto.
Mientras tanto, yo sé bien que no hay ninguno que nostálgico te mire,
y no tiemble, y no suspire.
Y no llore en tu homenaje!
Yo sé bien que a más de un pobre desterrado
toda el alma en un sollozo has arrancado
cual se arranca el duro hierro de una herida
cuando errante por naciones extranjeras
con el fardo del dolor
ha observado que, entre un bosque de banderas,
sólo falta la que amó toda su vida:
¡la bandera tricolor!
Yo sé bien lo que se siente cuando, a solas,
desde un barco, mar afuera, entre las olas,
se percibe la silueta de un peñón
y sobre él, a todo viento, la bandera,
la bandera que saluda cariñosa,
la bandera que es la madre, que es la esposa,
el hogar, la Patria entera,
que va oculta en nuestro propio corazón!
Yo no sé cuándo es más grande la Bandera:
si en el campo de batalla,
inflamada por relámpagos de cólera guerrera
y deshecha por el plomo y la metralla,
o en lo alto tijeral del edificio
y donde es como un heraldo de alegría
que levanta, en plena urbe, su armazón,
porque no se ha consumado el sacrificio
del que rige, con heroica bizarría,
el compás de su martillo por el ritmo del pulmón.
Sólo sé que para ella siempre el mismo
cualquier gesto de heroísmo;
que ella cubre con la misma majestad a unos y otros;
la bandera es madre –es hembra!-
y, si en medio de los vivos a menudo el odio siembra,
por encima de los muertos sólo arroja su piedad.
¡Ciudadanos!
Que no sea la bandera en nuestras manos ni un ridículo juguete,
ni estúpida amenaza ni un hipócrita fetiche, ni una insignia baladí.
Veneremos la bandera como el símbolo divino de la raza;
adorémosla con ansia, con pasión, con frenesí,
y no ataje en nuestro paso, mina, foso ni trinchera
cuando oigamos que nos grita la bandera:
«!Hijos míos! ¡Defendedme! ¡Estoy aquí!»