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Una tormenta de nieve yacía sobre Farmington, pueblo en donde las estaciones marcaban una gran diferencia entre una y otra.

Rodrigo, un repartidor de periódicos, de verdosos ojos, se enfrentaba a la tempestad pedaleando en su bicicleta. Le quedaba un diario por entregar, el de la señora Rosita.

Agotado por el abrasador frío que en su rostro se posaba, decidió apresurar la marcha. Pedaleó y pedaleó hasta llegar al portón de su última clienta mientras hacía sonar el timbre de su bicicleta.

Rosita, de unos ya ochenta y siente años vividos al máximo, miraba el canal de costura mientras bebía un chocolate caliente junto a una chimenea de dudosa procedencia. En sus piernas se posaba un felino persa-himalaya que ronroneaba con las caricias que su dueña le hacía con la mano desocupada y en su hombro, un pichón encontrado horas antes de la bienvenida al invierno.

Todas las mañanas, al levantarse, Rosita, se dirigía al living a sentarse en su sillón favorito a la espera del diario. Sin éste, se sentía desconectada del mundo, aislada.

Ya eran las seis de la tarde y aún se encontraba a la espera de su fuente de sapiencia.

Minutos más tarde escuchó el timbre del repartidor y se levantó con rumbo hacia la ventana para confirmar aquel arribo.

– ¡Buenas tardes tía Rosi! —gritaba Rodrigo con gran esfuerzo vocal por la intervención de la ventisca invernal-.

– Hola Ricardito —respondió ella-, ya habían pasado años que no se veía una tormenta como esta. Recuerdo que en 1932 en Junio…

– ¡Después me cuenta! Que el frío no me permite oírla bien.

– ¿No quiere pasar un ratito a tomarse un chocolate caliente? —le propuso Rosita, a lo cuál recibió una instantánea aprobación del muchacho-.

Salió Rodrigo del humilde hogar estilo inglés. Con irascibles ojos y vaivenes en su andar se montó en su bicicleta para ir en rumbo a su casa. No sabía que hacer luego de lo ocurrido. Estaba desesperado. Trató de tranquilizarse cuando no le cabían dudas de que nadie pudo haberlo visto mientras realizaba lo que se le había imbuido en su mente desde haberse enterado de una verdad que no lo dejaba vivir en paz. Se decía a sí mismo: ¿Qué más pude haber hecho? ¿Quedarme en silencio sin haberme vengado en contra alguien que abandonado me hubo dejado? ¿Seguir adelante con cavilaciones que me llevaban al extremo del intento al suicidio? No.

Hoy había sido su día. El día que tanto anhelaba desde sus quince años. Vengarse de su madre, quién lo había vendido por quinientos dólares a una pareja de nicaragüenses cuando Rodrigo tenía tan sólo seis años.

– Jamás me debió haber abandonado —se decía— yo la necesitaba.

Al llegar a su casa, Rodrigo hirvió un poco de agua. Esperaba pacientemente su punto de ebullición para posteriormente servirse un té verde.

Su lista de hechos pendientes ya concluía. Luego de varios años, se vio en el derecho de tomar un lápiz, y tarjar su último deseo, hacer fenecer a su madre.

Rosita le sirvió a Rodrigo un chocolate caliente con unas galletas Oreo. Conversaron sobre la tormenta y luego, en conjunto, se pusieron a leer el periódico. Ambos estaban ensimismados leyendo el diario. Rosita de vez en cuando tornaba su mirada al joven quien a su lado, hacía como que leía. Él, manejando su vista a todos los ángulos posibles, trataba de atisbar algún lugar por el cual pudiera ir en busca de algún «arma».

Dejó Rodrigo de leer el diario provocando la desconcentración de Rosita.

— Ya van años que vengo trayéndole el diario y no se casi nada de usted —comentaba Rodrigo—. Me gustaría que me contase sobre su familia, si tuvo hijos, etc…

Se escucharon unos pasos por la escalera de madera. Rodrigo miró, pero, por la tenue iluminación que abrigaba el hogar no pudo percatarse de quién se encontraba allí.

Mi siesta terminó, definitivamente se arruinó. No pude conciliar el sueño por la ventisca que por un agujero de mi ventana entraba. Me levanté cuidadosamente para no marearme. El calor que emanaba desde los numerosos calefactores que mi abuela había hecho instalar lo aturdían a uno como si se encontrara con fiebre.

Fui al umbral de mi alcoba para leer el periódico que mi abuela siempre me dejaba. Desde los trece años, siempre mi abuela, en invierno, dejaba el diario en una alfombra que se ubicaba al pie de la puerta de mi habitación, con el fin que me culturizase más para sobresalir entre los demás, según decía ella.

Sin embargo, esta vez fue diferente. No había nada. Ni siquiera alguna nota que explicase el por qué de la ausencia de tal importante fuente de la cuál yo ya dependía, no solo invierno tras invierno como solía ser al comienzo de mi adolescencia, sino día tras día.

Fui hasta las escaleras en busca de una respuesta, cuando oí una interesante conversación sobre mi padre y su hermano.

Yo nunca tuve la oportunidad de conocer a mi tío. Y las centenares de veces que yo le preguntaba a mi abuela (quién era la única que sabía, obviamente) del paradero de mi tan cercano pariente, me respondía con lo mismo: Una terrible peste culminó con él.

Me interesó la conversa que mantenía mi abuela con, al parecer, era el repartidor de diarios.

Bajé los peldaños de la larga escalera y me detuve turulato al ver que el señor miraba, no se si a mí, o a algún arcano punto de la escalerilla.

Me quedé un rato observando a Rodrigo. Parecía nervioso, o tal vez era mi imaginación. Vi que se levantaba e iba hacia la cocina. Mi abuela seguía leyendo el diario y bebía un café… o un chocolate caliente parece.

Todo, repentinamente quedó a oscuras. La luz se había apagado. Afuera, era lo mismo, los faroles del jardín habían perdido su energía y el cielo, quien había sido una importante fuente de luz en los pasados minutos también, se encontraba sumido en una mezcla de azul marino y blanco (lo que significaría al fin y al cabo otra ventisca de nieve).

Rosita, asustada comenzó a llamar a Rodrigo en busca de alguna ayuda. Su nieto, quién cada vez que ocurría un corte de luz necesitaba un inhalador para calmar su frecuencia respiratoria luego de haber recibido un asombro por el corte de luz, subió desesperadamente las escaleras para ir en busca de sus linternas para tranquilizar a su abuela que cada vez gritaba más fuerte para que alguien la fuera a socorrer en estos momentos de oscuridad.

Se escuchó alguien abriendo los cajones de la cocina. Cubiertos sonaban produciendo un extenso eco por la casa.

Rosita, asustada, continuaba llamando a Rodrigo, y ahora, también a su nieto.

Rodrigo había salido de la cocina. En una mano llevaba una escoba, y en la otra, un cuchillo.

Ella nunca te quiso, ¿sabes por qué te vendió? Porque quería dinero. Sí, efectivamente, dinero —le contaba a Rodrigo su prima cuando ambos tenían quince años- Y ¿sabes para qué?

Para suscribirse al diario hasta el día de su muerte.


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