Se libraba una cruenta batalla en Normandia, Francia; el ruido del acero al chocar era angustiante, las espadas que subían y bajaban regaban cadáveres en el campo con las armas semidestruidas y jinetes empujando imponentes al enemigo.
Cayó el atardecer, ganaban los invasores ingleses y recorrían el campo de batalla lleno de cadáveres. El rey de Francia de esa época era un gran estratega y estaba dispuesto a ganar la batalla a como de lugar.
Se encontraba él en su palacio junto a sus consejeros y ayudantes cuando el dijo:
– Habrá que dar una última batalla por Francia, debemos ordenar a nuestros caballeros, afilar las lanzas y espadas… lo demás queda en la voluntad de Dios.
Estaba temprano, aguardaban los soldados franceses e ingleses para comenzar la batalla; los escudos estaban adornados con caballos y figuras míticas, las espadas eran blandidas por los ansiosos soldados y las primeras filas hacían sonar sus lanzas chocándolas con el suelo.
De repente el rey francés dio signo de silencio y el cielo se estremeció provocando una lluviosa tormenta.
– Queda en tu voluntad -murmuró el rey francés-.
– ¡A la batalla! -gritó un soldado inglés-, entonces un fuerte grito de los soldados abrió paso a la batalla.
Los ejércitos chocaban enterrando sus lanzas y espadas con las filas enemigas mientras los arqueros expertos ingleses debilitaban notablemente al ejército francés.
Pero Dios desde los cielos dijo que la victoria debía ser francesa tal como ocurrió.
Los jinetes franceses botaban a los ingleses y los tendían en el suelo aplastándolos con los cascos.
Así, la más sangrienta de las guerras entre los dos bandos fue victoriosa para los franceses, entonces cuando los franceses triunfaron el rey dijo:
– El que ha derramado su sangre junto a mi será mi hermano.
De ahí en adelante el rumbo de la batalla de Bretaña con Francia floreció en el bando francés.
