Un día una persona muy especial para mí, me dijo que se sentía muy solo.
Y que sentía que no tenía a nadie, ni siquiera a ese ángel de la guarda que todos tenemos y que nos cuida.
Yo, al verlo así de triste, le dije lo que pensaba en ese momento.
Le dije que él siempre había tenido a una persona que lo cuidaba, que se preocupaba por él, que lo seguiría a donde fuera y que siempre estaría ahí para escucharlo y darle todo el cariño que tenía para él, que siempre tuvo a alguien para no sentirse solo, que tal vez él no se daba cuenta de que siempre estaba ahí, que aunque no lo viera e hiciera como que no existía, nunca se fue de su lado.
Desde el primer día estuvo para cuidarlo y preocuparse por él.
Que daría cualquier cosa por verlo feliz, que haría lo imposible para que nunca se sintiera solo, que daría cualquier cosa para que se diera cuenta de cuánto lo quiere y que no hay cariño más que para él.
Que no sabe el coraje que sentía cuando lo veía rendido, que no veía esa tristeza que lo invadía al verlo llorar, que no se daba cuenta de la preocupación cuando él corría algún peligro.
Y que al final él sólo existía para quererlo y cuidarlo, que no habría nada que lo separara de él, aunque nunca lo vio antes o no lo quería ver.
Él me dijo, derramando algunas lágrimas, que esa persona, ese ángel, nunca existió, que por qué decía eso si ni siquiera yo lo conocía y que mucho menos había hablado con él antes.
Yo le dije que ellos sí habían hablado antes, que, de hecho, lo conocía bastante y ya lo había visto.
Con cara de asombro me preguntó quién era, y que si ya lo conocía yo.
Sentada a lado él, le respondí: «Si quieres saber quién es, pues sólo basta que voltees a tu derecha». Él volteó a la derecha, mientras me veía con una sonrisa en la cara, con una mirada de agradecimiento y de ternura, con una lágrima corriendo sobre su mejilla y diciéndome: «Gracias por existir».