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Había una vez una pequeña princesa llamada Perla que quería ser escritora. Ella siempre le decía eso a su padre, pero su padre le decía que este era un sueño temporal, que cuando grande no lo iba a tener. En cambio, su madre se lamentaba por la ignorancia de su esposo, él no comprendía que ella tenía el valor y el don de ser escritora.

Un día, cuando Perla cumplió 16 años, su padre le dijo que basta de tonterías de escritura, que tenía que preocuparse de su reino. Pero ella se negó profundamente y su padre más furioso por este capricho también le negó el acceso al papel blanco, y la encerraba en su pieza a estudiar los libros del reinado (cosa por supuesto muy difícil de entender).

Su madre por las noches le tiraba por debajo de la puerta papel blanco para que demostrara su don y lo siguiera ejercitando, también ella le escribía a su mamá en las cartas y una de ellas fue la siguiente:

«Madre:
Ya estoy aburrida de escribir cuentos y novelas para guardalos en mi baúl y releerlas una y otra vez. Quiero que la gente aprecie mi don y lo valore; por favor madre, convence a mi padre de esto, dile que acepte mis libros y yo aceptaré ser la princesa y casarme a los 18 años, pero que acepte y que por favor me deje en libertad… hace cuatro meses que no veo la cara de una persona más que la mía en el espejo, cada vez que me cepillo y se me cae el pelo por favor.
Perla»

Su madre sabía que no podía hacer nada pero convenció a su padre y dejó en libertad a Perla y aceptó sus libros, pero él muy orgulloso nunca leyó un libro de su pequeña hija.

Un día su madre llevó a Perla a una editorial, el Conde leyó su libro y le facinó. Su padre estaba enfurecido por esto, hasta que su padre le escribe una carta que decía así:

«Querido rey:
Lo felicito por tener una hija así, su éxito y don es apreciado y aplaudido por el pueblo. Se debe sentir muy orgulloso de ella, los debe leer todos y debe tener un favorito……bueno mi problema es que …. y …..

Conde Lewin’ton»

A su padre no le interesó el problema, pero las primeras palabras de este conde le apretaron el corazón.

Un día, su padre mientras su esposa y Perla estaban fuera, él entró a la pieza de Perla y rompió el candado. Cuando comenzó a leer sus libros, las lágrimas le corrieron por la cara, se las secó, llamó al esclavo y le ordenó reponer el candado.

Al llegar a la casa, el rey abrazó a Perla (ella no entendió nada) y la dejo ir.


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