Para estudiar a los seres vivos, el biólogo trabaja en un lugar especialmente equipado que recibe el nombre de laboratorio. Entre sus elementos está el microscopio, que permite ver las estructuras de los microorganismos como las células y las bacterias, que por su tamaño escapan a nuestra vista.
El antecesor del microscopio son los lentes de aumento que empleaban los romanos.
El microscopio fue construido por los ópticos holandeses Hans y Zacharias Janssen hacia 1590.
En 1663, el científico inglés Robert Hooke descubrió la célula. Por medio de un primitivo microscopio y observando una fina lámina de corcho, notó que esta estaba formada por una gran cantidad de celdillas semejantes, como si fuera un panal de abejas. Si observamos cortes de cebolla, tejidos animales y plantas verdes a través de un microscopio, descubriremos una disposición semejante.
Robert Hooke
Hooke llamó a estas celdillas “células”, afirmando que se podían hallar en todos los vegetales.
En 1671, el médico italiano Marcello Malpighi repitió estas observaciones extendiéndolas a otros vegetales y animales. Tanto Hooke como Malpighi consideraron que las células eran la unidad elemental de los materiales vivos examinados, y que se agrupaban entre sí formando diversos tejidos.
Posteriormente, y gracias a la ayuda del microscopio, los científicos concluirían que tanto los animales como los vegetales están constituidos por millones de diminutas células, y poco después, que muchas enfermedades son causadas por organismos diminutos llamados bacterias y virus.
Los primeros microscopios sólo tenían una lente de aumento. En cambio los microscopios ópticos actuales utilizan distintos grupos de lentes. Los microscópios electrónicos son aún más potentes, ya que en vez de luz, utilizan un haz de electrones (partículas que forman parte del átomo), que permiten aumentar en un millón de veces los objetos observados.