Pero también es el siglo de la Reforma, considerado uno de los más importantes movimientos religiosos en el seno del cristianismo. Este movimiento religioso tuvo por consecuencia principal la ruptura de la unidad cristiana en Europa occidental, y la creación, al lado de la Iglesia católica romana, de otras Iglesias cristianas, tales como la Iglesia luterana, la Iglesia calvinista y la Iglesia anglicana.
La Iglesia católica, a su vez, se autorreformó en el Concilio de Trento, algo cuya necesidad ya había sido reconocida en el siglo XIV, durante el concilio de Viena (1311), cuando se planteó como imprescindible «reformar la Iglesia en su cabeza y en sus miembros».
Causas de la Reforma
Varias fueron las causas que condujeron a la Reforma, pero dos son de particular importancia. En primer lugar, el estado de decadencia en que se encontraba la Iglesia a principios del siglo XVI, y después, la difusión de la Biblia, hecha posible gracias a la imprenta, y que puso la palabra de Dios al alcance de todos.
En cuanto a la decadencia religiosa de la época, los historiadores reconocen que quizá jamás el pensamiento cristiano había pesado menos sobre las conciencias que a comienzos de esa centuria. Señores y burgueses, obreros y villanos, artistas y soldados, unos y otros habían emancipado su pensamiento a raíz de la revolución que significó el Renacimiento, con lo que una incredulidad general invadió todas las almas, más la del clero que la del vulgo, más la de los papas que la del clero. Se presentó, entonces, un espectáculo extraño: papas más incrédulos y más perversos que los más incrédulos y perversos de sus contemporáneos.
Pero pese a lo debilitada que estaba, la fe católica se sublevó, dando señales de una profunda energía. Por ejemplo, un monje dominico de la ciudad de Florencia (Italia), Jerónimo Savonarola, se atrevió a protestar contra el paganismo instalado en la corte pontificia. Al igual que los viejos profetas de Israel, predicó anunciando grandes catástrofes, justificadas por la corrupción general, tronando contra los nobles, los ricos y los religiosos, mezclando una suerte de austeridad monacal con una especie de comunismo democrático. Tenía el alma elevada y la conciencia pura. El papa Alejandro VI, corrompido y mundano, lo hizo quemar.
Los mismos vicios que quinientos años antes, en el siglo XI, habían hecho necesaria la reforma del papa Gregorio VII -el nicolaísmo, la simonía, la avaricia y la corrupción de las costumbres-, se habían extendido de nuevo por el clero. Sin embargo, la situación era más grave en el siglo XVI que en el siglo XI. En tiempos de Gregorio VII la corrupción había afectado a los miembros, o sea, al clero de los diversos países; pero por lo menos en Roma, la cabeza, es decir, el papado, estaba sana. En el siglo XVI, por el contrario, la fuente del mal estaba en Roma misma. La vida de Alejandro VI Borgia había sido un continuo escándalo; se había visto a Julio II con el casco en la cabeza mandando sus ejércitos, León X no se había ocupado más que de las bellas artes y de las bellas letras. Todos buscaban aumentar lo más posible sus ingresos o rentas, sea para enriquecer a sus familias, sea para satisfacer sus inclinaciones al lujo y el papel asumido como protectores de artistas y escritores.
De todas las fuentes de ingresos de que disponían los papas, una de las principales y más importantes era el derecho a decidir quiénes iban a ocupar los cargos eclesiásticos en Alemania, en esa época conocida como Sacro Imperio Romano, donde la Iglesia era dueña de la tercera parte de los bienes raíces. Estos cargos se daban o bien a los favoritos de los papas, o bien al que ofrecía más dinero, cualquiera que fuese el origen del comprador. «Para beneficios eclesiásticos importantes se nombraba a extranjeros que no sabían una palabra de alemán, y a cocineros que no sabían ni aún leer», según quejas de la época. Tal clero tenía por fuerza que ser despreciado por sus costumbres, envidiado por ser extranjero, u odiado porque presionaba a los fieles para hacer desembolsos en beneficio suyo. Según la palabra de un contemporáneo, «el rebaño estaba cansado de un pastor que no pensaba más que en ordeñar sus ovejas».
Nicolaísmo y Simonía
Por nicolaísmo se entendía el amancebamiento (tener una mujer) de clérigos. El matrimonio de los sacerdotes en esta época no se consideraba inválido, sino simplemente ilícito. Las normas que imponían el celibato (estado de soltero) eclesiástico se aplicaban con bastante indulgencia, pese al escándalo de algunos estrictos reformadores. Hasta entrado el siglo XI, el debate sobre el amancebamiento/matrimonio de clérigos no se planteó con toda rudeza.
Por simonía se entendía el tráfico de cosas santas y la compra de dignidades eclesiásticas. La más conocida de todas las formas de simonía era la venta de obispados o abadías por los príncipes seculares, aunque también se podía llegar al humilde nivel de simples iglesias rurales. El que algunos cargos eclesiásticos llevaran anexo una masa de bienes materiales convertía a obispos o abades en grandes señores temporales, tentados con frecuencia al abandono de sus responsabilidades espirituales.
La difusión de la Biblia
La otra causa del movimiento de la Reforma fue la difusión de la Biblia, que puso los Evangelios, fuente misma de la doctrina cristiana, al alcance de todos. Entre 1457 y 1518 se habían publicado más de cuatrocientas ediciones de este libro.
Era la palabra misma de Cristo enviada a los cristianos. Pero esta palabra hablaba de la renuncia a los bienes de este mundo, de la pobreza y la humildad; ella hacía aparecer más escandaloso aún el orgullo y el lujo de los príncipes eclesiásticos; ella debía hacer aún más vivo el deseo de una reforma que, según el lenguaje de aquel tiempo, condujera a la Iglesia a su simplicidad primitiva.
El conocimiento de los Evangelios tuvo en algunos otra consecuencia, la más grave de todas. Para comprenderla es preciso recordar que la organización de la Iglesia católica y sus dogmas, es decir, el conjunto de las creencias profesadas por sus fieles, reposan ante todo sobre los Evangelios, y después sobre las tradiciones, las interpretaciones y las decisiones de los papas y de los concilios. Algunos en el siglo XVI pensaron que, puesto que se tenía en los Evangelios la palabra del mismo Dios, era preciso atenerse a ella: las tradiciones y las interpretaciones, solo obras de los hombres, no tenían a sus ojos valor algunos. Por lo menos, las interpretaciones de los papas y de los concilios no tenían ya más valor que el que pudiera tener la interpretación de un fiel cualquiera, y cada uno podía interpretar la Escritura Santa según su conciencia. Esta fue la teoría de Martín Lutero y después de Juan Calvino, y esta fue la teoría que provocó la ruptura de la unidad cristiana.