El siglo XVIII se convirtió en el siglo del trigo, debido a la creciente importancia que adquirió la agricultura y la cantidad de exportaciones de este cereal al Perú. Las haciendas coloniales dejaron de ser simples unidades autosuficientes, que se preocupaban de satisfacer las necesidades básicas de sus inquilinos, convirtiéndose ahora en exportadoras. Las que se encontraban más cerca de las rutas de acceso a los puertos, se encargaron de ampliar su superficie de cultivos, con lo que pudieron llevar sus productos a Valparaíso y Concepción en carretas tiradas por bueyes.
Esta consolidación de la hacienda hizo necesario contar con mayor cantidad de mano de obra, para lo que se contrataron peones libres -en su mayoría mestizos-, que trabajaban a cambio de alimentos y algo de dinero.
Además de bienes agrícolas, la hacienda encerraba faenas artesanales, para satisfacer las necesidades de quienes tenían menos recursos, como los aborígenes, los campesinos y los mestizos. Las mujeres se dedicaban a la elaboración de ponchos y frazadas; se fabricaban objetos de cerámica con greda y se trabajaba la madera, el hierro y el cuero.
Durante este siglo se estableció una nueva estructura social agraria, donde la cabeza, en orden jerárquico, era el hacendado o patrón de la hacienda; bajo él se encontraba el resto, entre capataces, peones, inquilinos y vaqueros. En esta nueva estructura, cada cual se distinguía del otro por su vestimenta.
Dentro de la misma hacienda, existía también un sistema de préstamo, donde el patrón entregaba a crédito productos como azúcar, yerba mate, tabaco y aguardiente. Los peones recibían esto a cambio de su trabajo futuro, manteniéndose constantemente endeudados con su patrón, lo que los llevó a estar siempre por debajo del hacendado, ejerciendo este un fuerte poder a nivel social.