El romance duró ta sólo unos meses, hasta que «la dulce Josie Bliss fue reconcentrándose y apasionándose hasta enfermar de celos… A veces, de noche, me despertaba la luz encendida y creía ver una aparición detrás del mosquitero. Era ella, apenas vestida de blanco, blandiendo su largo cuchillo indígena, afilado como una navaja de afeitar, paseándose por horas alrededor de mi cama sin decidirse a matarme. Con eso, me decía, terminarían sus temores. Al día siguiente preparaba curiosos ritos para asegurar mi fidelidad.
Por suerte recibí un mensaje oficial que anunciaba mi traslado a Ceilán. Preparé mi viaje en secreto y un día, dejando mi ropa y mis libros, salí de la casa como de costumbre y entré al barco que me llevaba lejos.
Dejaba a Josie Bliss, especie de pantera birmana, con el más grande dolor. Apenas comenzó el barco a sacudirse en las olas del golfo de Bengala empecé a escribir mi perma Tango del viudo, trágico trozo de mi poesía dedicado a la mujer que perdí y me perdió, porque en su sangre apasionada crepitaba sin descanso el volcán de la sólera…«
«…Inesperadamente, mi amor birmano, la torrencial Josie Bliss, se estableció frente a mi casa. Había viajado hasta allí desde su lejano país. Como pensaba que no existía arroz sino en Rangún, llegó con un saco de arroz a cuestas, con nuestros discos favoritos de Paul Robeson y con una larga alfombra enrollada. Desde la puerta de enfrente se dedicó a observar y luego a insultar y agredir a cuanta gente me visitaba, consumida por sus celos devoradores, al mismo tiempo que amenzaba con incendiar mi casa. Recuerdo que atacó con su largo cuchillo a una dulce muchacha inglesa que vino a visitarme.
Nuestra coexistencia era imposible y por fin un día se decidió a partir. Me pidió que la acompañara hasta el barco. Cuando éste estaba por salir y yo debía abandonarlo, se desprendió de sus acompañantes y besándome en un arrebato de dolor y amor me llenó la cara de lágrimas. Como en un rito me besaba los brazos, el traje, y, de pronto, bajó hasta mis zapatos, sin que yo pudiera evitarlo. Cuando se alzó de nuevo, su rostro estaba enharinado con la tiza de mis zapatos blancos. No podía pedirle que desistiera del viaje, que abandonara conmigo el barco que se la llevaba para siempre. La razón me lo impedía, pero mi corazón adquirió allí una cicatriz que no se ha borrado, aquel dolor turbulento, aquellas lágrimas terribles rodando sobre el rostro enharinado, continúan en mi memoria.»
(«Memorias«)