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Aunque el concepto de la inmunidad adquirida después del primer contacto con un agente patógeno es muy antiguo, no fue sino con los experimentos del británico Edward Jenner (1749- 1823) que comenzaron los estudios inmunológicos. Según la sabiduría popular de la época, las personas que trabajaban en los campos y contraían la viruela bovina (o vaccinia) no eran víctimas de la fatal viruela humana.

El 14 de mayo de 1796, Jenner inoculó al niño campesino James Phipps con pus tomada de un bovino que sufría la enfermedad. Seis semanas después, le suministró una nueva dosis de material infeccioso, esta vez proveniente de una persona enferma. El experimento fue exitoso, pues James sobrevivió a la infección, pero es bastante discutida la forma como fue llevado a cabo.

Aunque el descubrimiento de Jenner dio origen al concepto de vacunación, nada se sabía en su tiempo acerca del origen de las enfermedades. Fue Robert Koch (1843-1910) quien comprobó que las de tipo infeccioso eran causadas por microorganismos, y que cada clase de estos era responsable de una patología diferente, lo que llevó a extender el uso de las vacunas. Así, Louis Pasteur (1822-1895) preparó las usadas contra la rabia y el cólera avícola.

En 1890, Emil von Behring (1854-1917) y Shibasaburo Kitasato (1892-1931) detectaron unas substancias (que llamaron anticuerpos) en el suero de las personas vacunadas, las cuales se unían o adherían específicamente a los agentes patógenos utilizados en la vacuna. Tal observación se vio confirmada en 1899 por el belga Jules Bordet (1870-1961), quien descubrió el complemento, una parte del suero que actúa en asociación con los anticuerpos para destruir a los patógenos.

Casi al mismo tiempo, el francés de origen ruso Elie Metchnikoff (1845-1916) reconoció a los macrófagos, aquellas células responsables de la inmunidad innata o natural, que pueden incorporar y digerir a los microorganismos.

En poco tiempo, los investigadores comprobaron que se producían anticuerpos específicos contra una gran variedad de antígenos.

En los años 60, James Gowan (1924) descubrió que los linfocitos (células blancas o leucocitos presentes en la linfa) eran responsables de la respuesta inmune, pues encontró que si los eliminaba de un animal –una rata en sus experimentos–, este perdía la capacidad de tener aquella reacción.


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