LA TERCERA Domingo 11 de febrero de 2007
Por : Daniela Silva
Francisco Coloane llegó a ser Premio Nacional de Literatura gracias a su incomparable pluma. Sin embargo, la primera vez que tomó un lápiz, estaba sentado en un pupitre de madera de la escuelita de Huite, un poblado costero cercano a su natal Quemchi, en Chiloé.
No era fácil estudiar en esos años. Debía recorrer cada mañana varios kilómetros a caballo para llegar a la pequeña casa que recibía niños entre primero y tercero básico, pero donde todas las clases eran impartidas por sólo una maestra, Victoria Bahamonde. Casi un siglo después, la escuela abandonó la costa para instalarse en un cerro cercano, y sigue teniendo una única profesora, que les cuenta a sus alumnos del ilustre ex alumno que escribió los libros que hoy leen.
La realidad de Huite es la misma que comparten otros 1.800 establecimientos a lo largo del país, en lo que se denominan escuelas unidocentes: aquellas que surgieron masivamente en la segunda década del siglo XX con la Ley de Enseñanza Obligatoria para los primeros cuatro años de estudios primarios. Como no existían suficientes recursos, se obligó a los dueños de propiedades agrícolas mayores a dos mil hectáreas y a los industriales que contaran con más de 200 obreros, a que abrieran recintos educacionales en sus propiedades.
Hoy, sin embargo, esta figura -que respondió a la necesidad de una época- sigue más vigente que nunca. Según estadísticas oficiales, la mitad de los establecimientos que imparten exclusivamente educación básica tienen un único profesor que dicta todas las asignaturas a niños que cursan entre primero y sexto año. Si se amplía el espectro y se considera a todos los colegios que enseñan básica junto con media y parvularia, la proporción sigue asombrando: poco más de un 20% son unidocentes.
La dificultad para impartir educación de calidad en estos lugares es evidente. A la permanente falta de recursos se suma lo complicado de entregar distintos contenidos a alumnos de diferentes edades, en una misma sala de clases. En los ‘90, el Ministerio de Educación -ante la escasez de resultados- organizó a las distintas escuelas unidocentes en microcentros, donde se reúnen los profesores de la zona con un coordinador y un supervisor, y debaten sus dudas y prácticas pedagógicas. Aun así, la tarea no es fácil.
Tienen la responsabilidad de enseñar a niños de diferentes edades, en todas las asignaturas y reunidos día a día en una misma sala de clases. Son los profesores de las denominadas escuelas unidocentes, que actualmente constituyen la mitad de los establecimientos que imparten exclusivamente educación básica en el país. Estas son las historias de algunos de ellos. |
Enseñar en un enclave turístico
En la Escuela Héroes de la Concepción de la Duodécima Región están orgullosos de su originalidad. Es el único establecimiento educacional que funciona dentro de un Parque Nacional. Emplazada en el área administrativa de Torres del Paine, la escuelita tiene como alumnos a los hijos de los funcionarios de Conaf y operadores turísticos que trabajan en la zona. Como la ciudad más cercana es Puerto Natales a 170 km. y la localidad más próxima es Cerro Castillo a 90 km., la única manera de que los niños estén con sus padres y puedan estudiar es llevar el aula al lugar de trabajo.
El profesor es Héctor Mercado, un joven docente de Magallanes que, pese a su corta edad (25), cuenta con una considerable experiencia en la enseñanza: “Muchas veces me han dicho que tengo suerte por tener pocos alumnos, pero es un tema muy complicado. Los niños son de distintos cursos y tengo que enseñarles en sus respectivos niveles, en el mismo momento, en el mismo espacio, pero diferenciando”, comenta el profesor. El problema es que nunca recibió una capacitación especial para este tipo de tarea, ni del Mineduc ni del plantel en el cual estudió. Recién ahora, su universidad acaba de modificar el curriculum para incorporar esta realidad.
Héctor vive en la escuela e invierte todo su tiempo en ella. Las clases comienzan a las 8:30 de la mañana y la jornada completa no termina hasta las 18 hrs. Luego se dedica a labores administrativas, de planificación docente e incluso de limpieza del lugar. “La carrera del educador es de las más complejas, de profesor a veces tienes que convertirte en enfermero o en psicólogo”, dice.
El silencio del norte
La Escuela Valle de Chaca recibe a niños costeros y cordilleranos. Están los niños del valle cercano a la Caleta de Vítor, y también los hijos de agricultores del Valle de Chaca. La distancia entre las localidades y la escuela era tan amplia, que la Municipalidad de Arica tuvo que poner un minibús que transita una hora, cada mañana, para llevar a todos los niños a la escuela.
Pero la modernidad del transporte choca con una realidad muy distinta. En 1996 el gobierno entregó dos computadores a la escuela, pero en la localidad sólo hay electricidad durante dos horas, en las noches. “Tengo un bonito adorno en la sala. Un computador en exhibición, con la esperanza de contar con un generador para enseñarles computación a los niños”, cuenta el profesor Hugo Cerda.
Tampoco hay televisión, ni música. “Debe ser de las escuelas más calladas de Chile”, se lamenta el profesor. Aunque esto tiene sus ventajas porque, a falta de otros medios, los niños son buenos lectores.
“Mi idea es que el alumno egrese de sexto básico en condiciones similares a los de la ciudad. Porque mis niños van a ir a estudiar ahí, a Arica, a General Lagos. Pero hay cosas en que nos quedamos. La niña que acaba de salir de sexto va a quedar con la boca abierta cuando vea prendido un computador y tampoco sabe nada de inglés”.
Es que en el colegio no se enseña ese idioma, entre otras cosas, porque el profesor no sabe hablarlo. Sin embargo, este profesor rural que ha deambulado por diversos valles de la zona enfrenta desafíos. El año pasado comenzó con cuatro alumnos, luego se unieron tres más y este año serán un total de nueve. Todos de origen aimara, que lo llevan a volver a sus propias raíces étnicas.
La pequeña escuelita de la montaña
Al entrar a la sala de la escuela Sofía Vásquez Rebolledo, la profesora María Villagra se sorprendió. Era el año 2005 y esta maestra con 28 años de experiencia, había pedido que la enviaran al pequeño colegio de la zona de Loma de Vásquez, en la Séptima Región, porque le gustaba ese sector. Pero nunca se le ocurrió pensar que la escuelita la tendría a ella como única profesora. “En un principio se me complicó mucho, sobre todo el primer mes. Pero después me acostumbré”, cuenta. Sus alumnos son un grupo muy particular: Ocho niños, hijos de carboneros del sector, que cursan desde primero hasta sexto básico.
Al comenzar la jornada, agrupa a los niños dentro del aula, organizando cada rincón por cada uno de los seis cursos. Le entrega a cada grupo una ficha con la que trabajarán los contenidos de ese día y le explica cómo desarrollarla: “Ahí se me complica un poco, porque todos escuchan las instrucciones, entonces se distraen”. Pero no sólo debe atender a todos los cursos. También debe enseñar todas las asignaturas. “El inglés me ha complicado mucho. Porque donde trabajé antes nunca tuve que enseñarlo. Pero algunos profesores del microcentro me han ayudado”, dice María. En estas condiciones se le dificulta revisar todos los contenidos: “No alcanza a pasarse todo. Creo que queda como un 20% afuera”, dice.
A la punta del cerro
A pesar de que siente que no estaba preparada para enseñar todas las asignaturas, Rosa Cayupan trata de enseñar lo que domina y constantemente saca ideas de los programas y los textos. “Uno va adaptando a su realidad los contenidos, si la familia siembra papas, con las papas estudiamos matemáticas”, cuenta. Esta profesora, única de la escuela Milleuco de Panguipulli, se fija metas bastante prácticas para sus 16 alumnos: “Ojalá que los niños sigan estudiando. Pero si no pueden, que al menos tengan una herramienta básica para desenvolverse en la tierra.
«Hay niños que no van a aprender a leer, pero quiero que por lo menos sepan firmar”, dice. Aunque confía en que tal vez su historia se repita y alguno de ellos pueda llegar a la universidad: “Mi escuela de primero a sexto era rural bidocente. Gracias a mi primer maestro, Joaquín Villena, yo soy lo que soy”.