LA TERCERA, 18 de noviembre, 2006
Por: José Joaquín Brunner
Profesor Escuela de Gobierno U. Adolfo Ibañez y ex Ministro de Estado
La carrera abierta a los talentos, como empezó a llamarse al ideal meritocrático en el siglo XVIII, es un principio de selección ampliamente reconocido por las sociedades democráticas contemporáneas. Significa que las oportunidades de progresar en la vida dependen única y exclusivamente del esfuerzo y las habilidades de las personas, con total prescindencia de su cuna, sexo y otras características heredadas.
En un país donde la carrera abierta a los talentos suele ser un mero ideal proclamado, cabe aplaudir la idea de instaurar medidas de discriminación positiva en la educación superior. |
Para la educación este principio es esencial, pues a través de ella se adquieren, precisamente, las competencias que, a lo largo de la vida, permiten a cada cual desempeñarse conforme a su conocimiento, intereses, energías y destrezas. Históricamente, el problema ha sido que ni la escuela ni la universidad son ciegas al origen socio-económico de los niños y jóvenes y les resulta difícil abstraerse de sus capitales -social y cultural- transmitidos por vía familiar. Más aun, las sociedades, como ocurre con la chilena, suelen transferir sus desigualdades más gruesas al propio sistema educacional, creando canales separados para alumnos de diferentes características heredadas.
Para corregir esta tendencia e instaurar una carrera abierta a los talentos se necesita, por tanto, recurrir a medidas de discriminación positiva, evitando así que se reproduzca el efecto Mateo, según el cual al que tiene se le da más y al que poco posee, incluso de esto se lo priva. Se usan para ello varios instrumentos: becas y estipendios, más subsidios para alumnos con desventajas, cuotas de ingreso, métodos especiales de selección, apoyos remediales y compensatorios, etc.
Dentro de este cuadro, la idea surgida del seno del Consejo de Rectores de favorecer con cupos adicionales a un porcentaje de los mejores alumnos de la enseñanza media subvencionada (municipal y particular) resulta plenamente compatible con el objetivo de corregir desigualdades, aunque se desvíe, en cierto grado, del principio puramente meritocrático. Constituye un medio de discriminación positiva que, de aplicarse, favorecería a un pequeño número de alumnos, a la vez que crearía un fuerte estímulo para la superación académica de los estudiantes de la enseñanza media subvencionada.
El riesgo de que otros jóvenes, igualmente talentosos, pudieran ver postergadas sus pretensiones de ingresar a la universidad es menor si se considera que las instituciones abrirían nuevos cupos para impulsar este programa de discriminación positiva. Por lo demás, dicho riesgo es de todas formas mínimo, vista la amplia oferta de vacantes de que hoy dispone el sistema de educación superior.
Más bien el país -y las propias instituciones primero- debería preocuparse por extender el crédito estudiantil y desarrollar programas adecuados a las necesidades de aprendizaje que tienen los jóvenes que hoy acceden a la educación superior. Allí están los verdaderos desafíos que, con medidas como la anunciada, tenderán a volverse aún más apremiantes.
En suma, en un país donde la retórica de la carrera abierta a los talentos rara vez se concreta en acciones de discriminación positiva, quedando apenas como un ideal proclamado, cabe aplaudir esta medida y ayudar a que ella se concrete en términos tales que contribuya a reforzar una mejor distribución de las oportunidades.