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Luego de la expulsión de los soberanos etruscos, el cargo de rey fue reemplazado por el de dos cónsules, quienes podían vetar las decisiones del otro. Ambos proponían las leyes y celebraban los sacrificios rituales. Además, el ejército estaba bajo su dominio.

Sin embargo, cuando había guerra o peligrosas amenazas externas, se nombraba un dictador que tenía poder absoluto, pero que, una vez solucionada la crisis, debía dejar su puesto sin permanecer más allá de seis meses en él.

Todas estas instituciones se enmarcaron dentro del nuevo orden que comenzó a regir en Roma: la República, donde el Estado pertenecía al pueblo, no a ciertas elites o personas, aunque eran los nobles o patricios quienes la dirigían.

Nobleza versus la plebe

Solo los patricios, descendientes de los primeros senadores romanos, poseían derechos. Participaban activamente en la administración del Estado, además de ser dueños de la tierra y el ganado. Los jefes de las gens (familias nobles) integraban el Senado y las curias (que agrupaban diez gens) reunidas en su totalidad (30), formaban la Asamblea del Pueblo o Asamblea Curial.

Por otra parte, quienes formaban la plebe, es decir, personas fuera de las familias, refugiados, vencidos, artesanos o campesinos, entre otros, no tenían derecho a ser ciudadanos, aunque fueran la mayoría. Tampoco se podían casar con patricios y solo siendo ricos podían integrar el ejército.

En el año 450 a.C., se codificó el derecho que, hasta ese momento, era solo transmitido oralmente y sus normas eran conocidas nada más que por los patricios, los que las aplicaban en perjuicio de la plebe.

La lucha de los plebeyos por sus derechos continuó durante la República. Gracias a sus frutos, pudieron contraer matrimonio con patricios, contar con representantes y defensores (llamados tribunos de la plebe) y, en el 366 a.C., que uno de los cónsules fuera plebeyo.

Península y guerras

Durante la República, Roma se expandió más allá de la región del Lacio, logrando la conquista de toda la península Itálica. Para ello tuvo que derrotar a los veyanos (396 a.C.), galos, samnitas y, finalmente, a los griegos, en 275 a.C.

Para consolidar su poder, se establecieron colonias, habitadas por ciudadanos romanos y latinos, localizadas en zonas estratégicas y conectadas por una red de caminos, uno de los cuales fue la Via Appia.

En el ámbito externo, el gran enemigo de Roma fue Cartago, una colonia fenicia ubicada en Túnez (norte de África) y gran potencia marítima, cuya influencia alcanzaba a Sicilia, Córcega, Cerdeña y el sur de Hispania (España).

Se le llama Púnicas a las guerras que hubo entre ambas naciones (264-241 a.C.; 218-201 a.C. y 149-146 a.C.). En la primera, Roma superó sus debilidades en las batallas navales y Cartago tuvo que entregar Sicilia, Córcega y Cerdeña, pero conquistó el sur de Hispania. En el segundo enfrentamiento, el general cartaginés, Aníbal, llegó a las puertas de Roma, después de haber cruzado toda Europa desde España. No obstante, fue vencido por Escipión "el Africano", en Zama, al norte de África. Cartago debió ceder su flota y sus territorios en Hispania y pagar un tributo durante 50 años.

La tercera guerra fue hecha por Roma, con el objetivo de destruir Cartago, meta que consiguió ampliamente luego de tres años de lucha.

La República se desvanece

A pesar del éxito exterior de Roma, internamente había serios problemas sociales debido a la acumulación de riquezas por parte de las clases dirigentes, los nobiles u optimates y los caballeros u orden ecuestre, luego de las conquistas. Además, el empobrecimiento de los campesinos que habían dejado sus tierras obligados a combatir en las guerras, contribuyó a aumentar los roces entre ambas partes.

Los agricultores tuvieron que vender sus campos y trasladarse a Roma, sin otros bienes que su prole, es decir, su familia, de ahí el nombre de proletariado que recibieron. Luego de años de intentos de los tribunos de la plebe, como Tiberio y Cayo Graco, por mejorar la situación de sus representados, sus aspiraciones fueron rechazadas por Sila, miembro de la oligarquía (clase integrada por nobles y ricos).

Fuera de las agitaciones sociales internas, Roma enfrentó otros problemas, como la piratería y una rebelión de esclavos, que acarrearon una gran inestabilidad política. Esto permitió que las fuerzas del ejército adquirieran poder y formaran un triunvirato, en el 60 a.C., para gobernar la República, constituido por Pompeyo, Craso y Julio César. Luego de la muerte de Craso, y después de las conquistas de César en Francia (Galia), Alemania (Germania) y parte de Inglaterra (Londinum, actual Londres), este último se enfrentó con Pompeyo, quien había sido designado cónsul por el Senado, venciéndolo en la
batalla de Farsalia (48 a.C.). César asumió como dictador vitalicio y, si bien durante su mandato retornó la paz y las clases más pobres se vieron favorecidas, los senadores, dirigidos por Bruto y Casio, lo asesinaron en el 44 a.C.

Un nuevo triunvirato tomó el poder, formado por Octavio, sobrino e hijo adoptivo de César, Lépido y Marco Antonio.

Cuando Marco Antonio se casó con Cleopatra, reina de Egipto, Octavio desconoció su autoridad y lo derrotó en la batalla naval de Accio (31 a.C.). Lépido se retiró, por lo cual Octavio asumió todo el poder de Roma, finalizando, de esta forma, la época republicana.

La unificación de Italia

Después de la expulsión de los reyes etruscos, los romanos iniciaron su expansión en la península itálica. Lentamente, durante los siglos siguientes, fueron ganando cada uno de los territorios ocupados por otros pueblos fuera de la región del Lacio.

Primero se enfrentaron con los veyanos (396 a.C.), que estaban en la rivera etrusca del Tíber. Luego con los galos, que los sitiaron por siete meses en el Capitolio, y a quienes debieron pagar un tributo de mil libras de oro para ser liberados.

Pese a este retroceso, volvieron a emprender la conquista para obtener la Italia central. Quienes les presentaron grandes dificultades fueron los samnitas. Estas batallas se prolongaron desde el 343 al 290 a.C.

Faltaba sólo el extremo sur, donde estaban los griegos, dirigidos por el rey Pirro, cuyo ejército tenía elefantes que los romanos no sabían combatir, por lo que fueron derrotados. Tras varias batallas (que se iniciaron el año 280 a.C.), Pirro decidió replegarse a Sicilia. En su siguiente embestida sobre Roma, los legionarios ya sabían lidiar con los elefantes, así que fue vencido en Benevento (275 a.C.). Con esto, los romanos se anexaron el Golfo de Tarento, completando el dominio de la península itálica.

Tras cada victoria se firmaban tratados especiales con las denominadas comunas. Algunas recibieron amplios privilegios, adquiriendo derechos al igual que los romanos; otras conservaron su autonomía, pero permanecieron bajo el dominio de Roma; y otras se convirtieron en confederadas, estando obligadas a proporcionar ayuda militar a los romanos.

Además, para asentar su dominio, Roma estableció colonias, que pobló con ciudadanos romanos y latinos. Eran plazas fortificadas ubicadas en lugares estratégicos y unidas por una red de caminos. Uno de los más importantes fue la Via Appia, que conducía de Roma a Capua y que después fue prolongada hasta Brindisi en el mar Adriático.

A través de las colonias, el latín se difundió como idioma por toda Italia.

Las guerras púnicas

Dueña Roma de Italia, se convirtió en una gran potencia. Pero frente a ella se levantaba otra gran potencia, el imperio cartaginés, al que los romanos veían como un obstáculo para su engrandecimiento y el control del Mediterráneo. Las guerras púnicas fueron tres y se desarrollaron con largos intervalos entre el 264 y el 146 a.C. Cuando comenzaron, Cartago era una gran potencia que dominaba África noroccidental, las islas y el comercio del Mediterráneo occidental. Cuando terminaron, Cartago estaba en ruinas y Roma se había convertido en la mayor potencia al oeste de China.

En forma paralela, los romanos se habían apoderado de los reinos helenísticos, conquistando Grecia, Macedonia, Asia Menor y Siria. De esta manera, Roma quedó dueña de todo el Mediterráneo, que llamaron Mare Nostrum, Nuestro Mar.

Las tres Guerras Púnicas

La Primera Guerra Púnica (264 a.C. al 241 a.C.) fue una guerra en Sicilia en una primera etapa para luego convertirse en una guerra eminentemente naval. 

La Segunda Guerra Púnica (218 a.C. al 202 a.C.) es la más conocida, por producirse durante ella la expedición militar de Aníbal contra Roma cruzando los Alpes. 

La Tercera Guerra Púnica (149 a.C. al 146 a.C.) significó la destrucción completa de la ciudad de Cartago y su imperio.

Genocidio

Durante la República, se produjo uno de los hechos más sangrientos, cuando 80.000 romanos fueron asesinados en un solo día al caer Pérgamo bajo el dominio del rey Mitridates de Ponto, de Asia Menor.

Inicio de los conflictos internos

Las conquistas habían transformado a Roma. Las condiciones de la vida privada y pública cambiaron, y se empezó a desarrollar otra etapa, en que el descontento se impuso sobre el orden instituido.

Las consecuencias de la expansión romana se dieron en cuatro niveles: económico, social, político y cultural.

En el plano económico, apareció el latifundio, esto es, grandes extensiones de terreno en manos de terratenientes y trabajadas por esclavos. Se desarrollaron el comercio y las finanzas. Aumentaron los impuestos para poder mantener las guerra y, por último, los campesinos romanos se arruinaron, ya que los productos agrícolas se traían desde las provincias.

En el ámbito social, la oligarquía terrateniente se enriqueció con las tierras conquistadas. Nació una nueva clase social, la ecuestre, o de los caballeros, que agrupaba a los que se dedicaban al comercio y a las finanzas. Surgió el proletariado, es decir, gente que tenía por única riqueza a su prole, o familia, y aumentaron los esclavos, que eran los prisioneros de guerra.

Las consecuencias políticas derivaron en que si bien el sistema de gobierno era bueno para dirigir una ciudad, se mostró inadecuado para manejar un gran imperio. El ejército romano se hizo permanente y los generales empezaron a intervenir en política. La clase ecuestre luchó contra la clase terrateniente. El proletariado, por su parte, reclamó por mayor justicia social y económica.

Tras asumir como tribuno el año 133 a.C., Tiberio Graco propuso la realización de una reforma agraria que se aplicaría mediante una ley que pretendía obligar al Estado a repartir las tierras públicas entre los proletarios. Esto fue rechazado por el Senado, ya que afectaba los intereses de los grupos acomodados, que arrendaban esos mismos terrenos.

Diez años más tarde fue el turno de Cayo Graco, quien, además de replantear la idea de su hermano, trató de lograr la aprobación de la Ley Frumentaria, que establecía el reparto gratuito de trigo a los ciudadanos más necesitados. Ambos intentos acabaron de igual modo: rechazados, y sus impulsores, asesinados.

La expansión romana continuaba y en ella la ciudad contaba con la ayuda de una serie de comunidades itálicas que empezaron a pedir una compensación por sus sacrificios. Como sus reclamos no fueron satisfechos, se rebelaron contra el poder romano. Ese conflicto es conocido como “guerra social”. Los itálicos fueron derrotados, pero consiguieron, al menos, que se les otorgara la ciudadanía romana.

El año 87 a.C. estalló una nueva guerra externa y también lo hizo el conflicto entre Cayo Mario, líder del Partido Popular, y Lucio Cornelio Sila, dirigente del Partido Aristocrático. La causa aparente de esta disputa radicaba en la conducción de las tropas romanas. Sila marchó sobre Roma e ingresó a la ciudad, que hasta entonces no había presenciado la entrada de sus propias fuerzas militares. Finalmente, Mario salió de la ciudad, dejando el campo libre a su rival, quien impuso una serie de medidas arbitrarias antes de partir a la guerra. En su ausencia, Mario, que había vuelto desde África, se alió con Lucio Cornelio Cinna y juntos ocuparon el consulado, el 86 a.C.

Ese mismo año, Mario falleció. El 84 a.C. Sila regresó desde Asia Menor y terminó por derrotar al Partido Popular. Proscribió a sus enemigos, declarándolos fuera de la ley, y confiscó sus tierras, las que entregó como recompensa a sus propios hombres, mecanismo utilizado para mantener la lealtad. Consecuencia de todo esto fue que la constitución republicana, no escrita, y, en el fondo, la existencia de la república, quedaban en manos de quien tuviese el apoyo militar más fuerte.

Con los votos del ejército, Sila asumió como dictador, los tribunos de la plebe perdieron sus privilegios y los cónsules vieron reducidas sus atribuciones.

Los triunfos

Un triunfo era la mayor recompensa que Roma daba a un ejército vencedor. El Senado se lo otorgaba al general que hubiera matado, mínimo, a 5.000 enemigos en una sola batalla y, al mismo tiempo, expandido el territorio romano.

Los triunviratos

Como las instituciones fracasaban, adquirieron importancia las fuerzas militares y algunos personajes: Pompeyo, un general que había ganado fama por sus triunfos en Hispania y África; Craso, el hombre más rico de Roma, y Julio César, de origen patricio y un extraordinario orador. Los tres formaron un triunvirato (60 a.C.), con el fin de asumir el poder del estado y repartirse las tierras del imperio. Pompeyo obtuvo el proconsulado de Hispania, Craso el de Siria y César el de las Galias.

Pompeyo permaneció en Roma, Craso murió pronto, mientras Julio César emprendió la conquista de la Galia transalpina (58-52 a.C.). Después atravesó el Rhin e incursionó en Germania; en sentido contrario, cruzó el Estrecho de Gibraltar, donde conquistó Londinum, el actual Londres. Estas campañas le dieron gran popularidad y el apoyo incondicional del ejército, lo que generó rivalidad con Pompeyo, quien tras reconciliarse con el Senado había sido nombrado cónsul.

En el año 49 a.C., Julio César recibió la orden de volver a Roma, pero desobedeció. Al año siguiente se enfrentó a Pompeyo y lo venció en la batalla de Farsalia (48 a.C.), tras lo cual hizo que el Senado lo nombrara dictador vitalicio. De hecho se convirtió en monarca, sin ostentar el cargo de rey. Durante su período, repartió dinero entre los pobres y se preocupó de generarles trabajo, para lo cual inició un programa de obras públicas; fundó colonias en África, Hispania y las Galias; asignó tierras a más de 80 mil ciudadanos y a los veteranos de sus legiones; fijó los tributos que debían pagar las provincias y decretó que estos ya no fueran recaudados por los publicanos, sino por funcionarios responsables; introdujo el calendario egipcio en Europa, al que le agregó un año bisiesto cada cuatro años, creando el "calendario juliano", que fue usado hasta 1582 d.C., cuando fue reemplazado por el calendario gregoriano, perfeccionado por el Papa Gregorio XIII.

Si bien volvió la prosperidad y la paz, la nobleza veía en Julio César a un tirano, al que asesinaron bajo el mando de Casio y Bruto el 15 de marzo del 44 a.C.

El año 43 a.C. surgió un nuevo triunvirato, formado por Octavio, sobrino e hijo adoptivo de Julio César; Marco Antonio, su leal amigo; y Lépido, jefe de la caballería. Los tres asumieron el poder dictatorial y se repartieron el imperio.

Octavio permaneció en Roma a cargo de las provincias de Occidente, Lépido fue a África y Marco Antonio se quedó con el oriente y se trasladó a Egipto, donde se casó con su reina, Cleopatra, transformándose en un monarca oriental.

Octavio aprovechó esto para lograr su destitución y la declaración de la guerra contra Cleopatra. Triunfando en la batalla naval de Accio (31 a.C.), se apoderó de su capital, Alejandría, y transformó a Egipto en una provincia romana.

Lépido se retiró, por lo que Octavio se adueño del imperio

Ascenso de Julio César

Tras la abdicación de Sila, el año 79 a.C., el Senado recuperó el poder, pero la situación no era auspiciosa. Los seguidores de Mario se habían rebelado en Hispania y se habían producido otros movimientos en Asia Menor, problemas a los que se sumaba la actividad del Partido Popular. Entonces surgieron tres personajes que se transformarían en decisivos para la suerte de la república romana: Cneo Pompeyo, Licinio Craso y Cayo Julio César, quienes el 60 a.C. dieron forma al primer triunvirato.

La administración de las tierras de Roma, que a esta altura ya conformaba un verdadero imperio debido a su extensión, fue dividida entre ellos. Julio César partió a la Galia y Craso a Siria; Pompeyo, por su parte, debía encargarse de Hispania.

Craso falleció al poco tiempo. Mientras tanto, Julio César obtenía brillantes éxitos militares, que incluso lo llevaron a incursionar hasta Germania, tras atravesar el río Rin, y también hacia Britannia (Inglaterra). César, militar victorioso, contó con el apoyo incondicional de sus legiones, pero estos triunfos despertaron la enemistad en Pompeyo. Tras aliarse con el Senado, Pompeyo logró que se le designara como cónsul único y que el año 49 a.C. se ordenara a César el licenciamiento de sus tropas y regresar a Roma. Este desobedeció las órdenes y, colocándose a la cabeza de sus fuerzas, cruzó el río Rubicón, es decir, la frontera entre Galia e Italia. Al atravesar este curso fluvial, expresó: “Los dados están echados”, frase que simbolizaba que la decisión de ir en contra de Pompeyo ya estaba tomada, que no habría vuelta atrás y que la suerte decidía a cuál de los dos favorecía. La fortuna se inclinó por Julio César, quien posteriormente se impuso sobre sus enemigos en Grecia, Egipto, Hispania, Siria, Asia Menor y África.

El Senado debió otorgarle amplios poderes y los romanos, ya cansados de guerras civiles, vieron en él a la persona que los llevaría a la paz que tanto anhelaban. Nombrado dictador vitalicio, inició una serie de reformas, como la repartición de tierras entre la plebe y los soldados, la confiscación de bienes de los patricios para destinarlos a obras públicas y la incorporación de tierras no explotadas al sistema productivo.

También procuró engrandecer su propio prestigio, confiriéndose atributos divinos, además del título de “padre de la patria”. Se hizo levantar monumentos y se ataviaba con una toga púrpura y una corona de laureles. En el fondo, se transformó en un monarca, e incluso pidió ser coronado con derecho a designar a su sucesor. Todo esto depertó profundos recelos, pues se veía que la república llegaba a su fin. Para evitarlo, un grupo de conspiradores le dio muerte el año 44 a.C., pero no fueron capaces de asumir la conducción política.


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