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La intensidad y la duración de la crisis revolucionaria suscitada entre los años 1848 y 1850 dieron testimonio de la fuerza creciente de las ideas liberales y nacionales.

En la segunda mitad del siglo XIX, casi todas las monarquías absolutas tuvieron que transformarse en monarquías constitucionales, y la mayoría de las naciones logró emanciparse.

Dos de los acontecimientos más importantes de este período fueron la unificación italiana y la unificación alemana, terminadas a costa de sangrientas guerras que modificaron la situación internacional.

Desde la desaparición del Imperio Romano, Italia no era un país sino una simple expresión geográfica. Casi unificada por Napoleón I, había sido de nuevo dividida en 1815 por los congresos de Viena.

A partir de esa época había quedado escindida en siete estados: reino de Cerdeña, reino Lombardo-Véneto (veneciano), ducados de Parma, Módena y Toscana, estados pontificios y reino de las Dos Sicilias.

El reino Lombardo-Véneto pertenecía al emperador de Austria, cuya influencia también se ejercía sobre los ducados de Parma, Módena y Toscana, posesiones de príncipes austríacos.

Italia fue unificada por los reyes de Cerdeña para fines propios. Esta unidad se realizó en dos etapas: en la primera, los austriacos fueron expulsados de sus posesiones. En la segunda, los diversos estados se agregaron al reino de Cerdeña y se fundieron en un solo reino.

Los principales fundadores de la unidad italiana fueron Víctor Manuel (rey de Cerdeña), su ministro Camilo Benso, conde de Cavour, el patriota republicano José Garibaldi y Napoleón III.


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