La religión azteca no rendía culto a un único dios. Este pueblo era reconocido por ser politeísta; es decir, creían en varios dioses, cada uno con sus propias atribuciones. Asimismo, los azteca eran teocráticos, es decir, que gran parte de su vida y cultura estaba determinada por sus creencias religiosas.
De acuerdo a sus creencias, el enfrentamiento entre los dioses Quetzalcóatl, que representaba al bien, y el dios Tezcatlipoca, que daba lugar al mal, dio lugar las cinco creaciones o cinco soles por los que vivió la humanidad.
Los ritos, sacrificios humanos o de animales, se relacionaban con sus dos calendarios. El primero de ellos, el calendario ritual, contaba con 260 días. Mientras que el calendario solar poseía 365 días. Cada 52 años estos calendarios coincidían, lo que podría comprenderse como el paso de un ciclo.
Los dioses aztecas
Los aztecas tenían la reputación de ser los más religiosos de los aborígenes mexicanos. Su religión, simple y total, se había enriquecido y complicado debido a sus contactos con los pueblos sedentarios y civilizados del centro de México, y los que con posterioridad cayeron bajo su dominio.
De su pasado de bárbaros, habían conservado las divinidades astrales. El disco solar era adorado bajo el nombre de Tonatiuh. Huitzilopochtli, dios guía de la tribu, encarnaba el Sol de mediodía.
Quien le igualaba en importancia era Tezcatlipoca. Era el símbolo de la Osa Mayor y del cielo nocturno, lo veía todo mientras él permanecía invisible. Protegía a los guerreros y esclavos, inspiraba a los grandes electores en las designaciones de los soberanos y castigaba y perdonaba las faltas. En el pasado mítico había conseguido expulsar a la benévola Serpiente de Plumas e imponer en México los sacrificios humanos.
El dios del fuego era uno de los más importantes del panteón azteca. Se le llamaba el Señor de la Turquesa. Residía en el hogar de cada casa. Era especialmente adorado por los comerciantes.
Ya está dicho que Tlaloc era el dios del agua y de la lluvia. Junto a la diosa Chalchiuhtlicue, deidad de las vías fluviales, se les rendía un culto ferviente, debido a que, en un país de clima seco, la vida de los hombres dependía de su buena voluntad. Esta importancia de Tlaloc se reflejaba en el Gran Templo de Tenochtitlán, que estaba coronado por dos santuarios: el de Huitzilopochtli, blanco y rojo, y el de Tlaloc, blanco y azul.
De todos los personajes divinos conocidos de la alta antigüedad clásica, era Quetzalcóatl el que había experimentado las transformaciones más profundas. La Serpiente de Plumas no simbolizaba ya las fuerzas telúricas y la abundancia de la vegetación.
El dios del planeta Venus, que era a la vez la Estrella de la Mañana y Estrella de la Tarde, correspondía, junto con su gemelo Xolotl (dios-perro), a la noción de muerte y de resurrección. El Señor de la Mansión de la Aurora, dios del viento, héroe cultural e inventor de la escritura, del calendario, de las artes, permanecía conectado en el pensamiento religioso de los mexicanos. Era por excelencia el dios de los sacerdotes.
Resumiendo, en este copioso panteón se codeaban divinidades antiguas y recientes, terrestres y astrales, agrícolas y lacustres, tolteca-aztecas y exóticas, tribales o corporativas. Todas las formas de la actividad humana dependían de un poder sobrenatural, desde el mando de los ejércitos hasta la confección de tejidos, y desde la orfebrería a la pesca.
El universo y la guerra sagrada
Los antiguos mexicanos se imaginaban al mundo como una especie de Cruz de Malta. A cada una de las cuatro direcciones correspondía un color, una o varias divinidades, cinco signos del calendario adivinatorio, uno de ellos el portador del año.
Los aztecas estaban seguros de que nuestro mundo había sido antecedido por otros cuatro universos, los Cuatro Soles. Y que la humanidad descendía de Quetzalcóatl. Él había ido a los infiernos a robar los huesos resecos de los muertos y los había rociado con su propia sangre para volverlos a la vida.
En cuanto a nuestro mundo, era designado como naui-ollin cuatro-temblor de tierra). Los aztecas pensaban que estaba condenado a hundirse entre inmensos cataclismos y que unos seres llamados Tzitzimine (especie de brujas demonios) surgirían desde las tinieblas y aniquilarían a la humanidad.
El alma azteca estaba impregnada de un profundo fatalismo ante el mundo. Al final de cada ciclo de 52 años, se temía mucho que la unión o empalme de los años no se cumpliera: el nuevo fuego no alumbraría, todo se hundiría en el caos.
La misión del hombre en general, particularmente de los mexicas, pueblo del Sol, era evitar incansablemente el asalto de la nada. Con este fin estaba obligado a suministrar a todas las divinidades el agua preciosa sin la cual la maquinaria del mundo cesaría de funcionar: la sangre humana. De esta noción emanan la guerra sagrada y la práctica de los sacrificios humanos. El Sol exigía sangre y los mismos dioses le habían dado la suya.
Los códices aztecas
En estos manuscritos, los aztecas plasmaron su concepción del mundo, sus creencias religiosas, sus actividades comerciales y cotidianas. Entre los que se han preservado están el Borbónico y el Tonalamatl de Aubin.