El país crecía sin cesar y la inmigración procedente de Europa se intensificaba. Aunque muchos productos se fabricaban todavía en el hogar, la Revolución Industrial se iniciaba en Estados Unidos. Massachusetts y Rhode Island sentaban los cimientos de importantes industrias textiles; Connecticut empezaba a producir relojes y artículos de hojalata; Nueva York, Nueva Jersey y Pennsylvania fabricaban papel, vidrio y hierro. El transporte marítimo había crecido a tal grado, que el país ya sólo era superado en los mares por Gran Bretaña. Aún antes de 1790, los buques estadounidenses iban a China para vender pieles y a su regreso traían té, especias y seda.
En esa coyuntura crítica en el desarrollo del país, el prudente liderazgo de Washington fue crucial. Él organizó un gobierno nacional, ideó políticas para crear asentamientos en los territorios que antes eran de Gran Bretaña y España, estabilizó la frontera del noroeste y supervisó la admisión de tres nuevos estados: Vermont (1791), Kentucky (1792) y Tennessee (1796). Por último, en su discurso de despedida, aconsejó a la nación «abstenerse de establecer alianzas permanentes con cualquier región del mundo exterior». Esa admonición influyó en las actitudes de su país ante el resto del mundo por muchas generaciones.