Las conquistas habían transformado a Roma. Las condiciones de la vida privada y pública cambiaron, y se empezó a desarrollar otra etapa, en que el descontento se impuso sobre el orden instituido.
Las consecuencias de la expansión romana se dieron en cuatro niveles: económico, social, político y cultural.
En el plano económico, apareció el latifundio, esto es, grandes extensiones de terreno en manos de terratenientes y trabajadas por esclavos. Se desarrollaron el comercio y las finanzas. Aumentaron los impuestos para poder mantener las guerra y, por último, los campesinos romanos se arruinaron, ya que los productos agrícolas se traían desde las provincias.
En el ámbito social, la oligarquía terrateniente se enriqueció con las tierras conquistadas. Nació una nueva clase social, la ecuestre, o de los caballeros, que agrupaba a los que se dedicaban al comercio y a las finanzas. Surgió el proletariado, es decir, gente que tenía por única riqueza a su prole, o familia, y aumentaron los esclavos, que eran los prisioneros de guerra.
Las consecuencias políticas derivaron en que si bien el sistema de gobierno era bueno para dirigir una ciudad, se mostró inadecuado para manejar un gran imperio. El ejército romano se hizo permanente y los generales empezaron a intervenir en política. La clase ecuestre luchó contra la clase terrateniente. El proletariado, por su parte, reclamó por mayor justicia social y económica.
Tras asumir como tribuno el año 133 a.C., Tiberio Graco propuso la realización de una reforma agraria que se aplicaría mediante una ley que pretendía obligar al Estado a repartir las tierras públicas entre los proletarios. Esto fue rechazado por el Senado, ya que afectaba los intereses de los grupos acomodados, que arrendaban esos mismos terrenos.
Diez años más tarde fue el turno de Cayo Graco, quien, además de replantear la idea de su hermano, trató de lograr la aprobación de la Ley Frumentaria, que establecía el reparto gratuito de trigo a los ciudadanos más necesitados. Ambos intentos acabaron de igual modo: rechazados, y sus impulsores, asesinados.
La expansión romana continuaba y en ella la ciudad contaba con la ayuda de una serie de comunidades itálicas que empezaron a pedir una compensación por sus sacrificios. Como sus reclamos no fueron satisfechos, se rebelaron contra el poder romano. Ese conflicto es conocido como “guerra social”. Los itálicos fueron derrotados, pero consiguieron, al menos, que se les otorgara la ciudadanía romana.
El año 87 a.C. estalló una nueva guerra externa y también lo hizo el conflicto entre Cayo Mario, líder del Partido Popular, y Lucio Cornelio Sila, dirigente del Partido Aristocrático. La causa aparente de esta disputa radicaba en la conducción de las tropas romanas. Sila marchó sobre Roma e ingresó a la ciudad, que hasta entonces no había presenciado la entrada de sus propias fuerzas militares. Finalmente, Mario salió de la ciudad, dejando el campo libre a su rival, quien impuso una serie de medidas arbitrarias antes de partir a la guerra. En su ausencia, Mario, que había vuelto desde África, se alió con Lucio Cornelio Cinna y juntos ocuparon el consulado, el 86 a.C.
Ese mismo año, Mario falleció. El 84 a.C. Sila regresó desde Asia Menor y terminó por derrotar al Partido Popular. Proscribió a sus enemigos, declarándolos fuera de la ley, y confiscó sus tierras, las que entregó como recompensa a sus propios hombres, mecanismo utilizado para mantener la lealtad. Consecuencia de todo esto fue que la constitución republicana, no escrita, y, en el fondo, la existencia de la república, quedaban en manos de quien tuviese el apoyo militar más fuerte.
Con los votos del ejército, Sila asumió como dictador, los tribunos de la plebe perdieron sus privilegios y los cónsules vieron reducidas sus atribuciones.
Los triunfos
Un triunfo era la mayor recompensa que Roma daba a un ejército vencedor. El Senado se lo otorgaba al general que hubiera matado, mínimo, a 5.000 enemigos en una sola batalla y, al mismo tiempo, expandido el territorio romano.