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Fuente: Gobernabilidad.cl
Todos los indicadores políticos y estructurales del periodo 1975-1989 apuntan a una recuperación y expansión sustancial del poder estadounidense en América Latina respecto a la década anterior. La década siguiente, el periodo de la restauración de los regímenes electorales, profundizó, expandió y aparentemente consolidó la supremacía del dominio estadounidense. Los movimientos populares anti-dictatoriales estuvieron subordinados a los partidos electorales comprometidos con políticas liberales que favorecían a los bancos y a las corporaciones multinacionales de Estados Unidos, Europa y Asia. Apoyaron la política exterior estadounidense y se alinearon estrechamente con las oligarquías internas financieras y del ámbito de los negocios. Nunca en el siglo XX hubo en menos de una década tantos monopolios públicos transferidos a inversores privados nacionales y extranjeros, en tantos países y que cubrían una selección tan amplia de sectores. Nunca hubo tanta riqueza (que llegaba a casi 900.000 millones de dólares) en pago de intereses, beneficios, royalties y activos que se la apropiaron corporaciones multinacionales estadounidenses, europeas y asiáticas en el curso de una década (1991-2001). Washington y Bruselas pudieron afirmar cínica y literalmente que esto fue verdaderamente una ‘Edad Dorada’. Como el pillaje lo facilitaban los regímenes electorales, Washington y Bruselas consideraron estas masivas transferencias de riqueza ‘legítimas’ políticas de ‘liberalización’, sin importar lo asimétricos que fueran los beneficios, sin importar lo grandes que fueran la emergentes desigualdades, sin importar lo grande que fuera el crecimiento de la pobreza y el éxodo de profesionales, de trabajadores cualificados y no cualificados, pequeños granjeros y campesinos. Varios factores internacionales favorecieron esta combinación de elecciones libres y pillaje privado. Entre ellos está el desmoronamiento del comunismo en la antigua Unión Soviética y en Europa del Este, la anexión de Alemania del Este y la conversión de sus dirigentes en clientes de Occidente (Yeltsin, Havel, Walesa y otros), que eliminaron fuentes alternativas de comercio y ayuda, y desviaron la balaza de poder hacia Estados Unidos. La profunda crisis económica en Cuba resultante de ello llevó a un vigoroso giro interno para evitar el desmoronamiento, redujo su apoyo a movimientos de izquierda en América Latina y redujo su atractivo como modelo de desarrollo. Los bajos precios de las materias primas debilitaron los ingresos del Estado y fortalecieron la postura de los abogados liberales de la privatización y del FMI. China estaba moviéndose hacia la integración en el mercado mundial y todavía no estaba en posición de proporcionar un mercado alternativo o una fuente de financiación externa. Oriente Medio estaban ‘bajo control’. Irán estaba debilitado por la invasión de Iraq, Sadam Husein estaba neutralizado por la Guerra del Golfo e Israel estaba atacando salvajemente el levantamiento de la Primera Intifada. Los movimientos de guerrilla de América Central fueron domesticados e integrados en la política electoral dominada por los clientes neoliberales de Estados Unidos. Chávez fue elegido sólo a finales de los noventa (1998) y todavía faltaban varios años para que adoptara su agenda de bienestar nacionalista. Más importante, Washington había respaldado con éxito a una sarta de clientes ‘ideales’ en los países más grandes y económicamente más ricos de América Latina. Carlos Menem en Argentina privatizó más empresas públicas por medio de decretos ejecutivos (más de mil) que ningún otro presidente en la historia del país. Fernando Henrique Cardoso en Brasil privatizó las empresas estatales más lucrativas, incluyendo la mina de acero del Vale del Doce por 400 millones de dólares (su valor de mercado en 2006 es de más de 10.000 millones de dólares con beneficios anuales que exceden el 25%), bancos, telecomunicaciones, petróleo y muchas otras empresas estatales que se convirtieron en monopolios de propiedad extranjera. En México, tras unas elecciones fraudulentas Carlos Salinas privatizó más de 110 empresas públicas, abrió las fronteras para subvencionar las exportaciones agrícolas estadounidenses -lo que arruinó a más de un millón y medio de campesinos y productores de maíz, alubias, arroz y de aves de corral- y firmó el Acuerdo de Libre Mercado de Norteamérica, que autorizaba a Estados Unidos a apoderarse de los sectores del comercio al por menor, del sector inmobiliario, la agricultura, la industria, la banca y de las comunicaciones. Esquemas similares de adquisiciones extranjeras se hicieron evidentes por toda la región, especialmente en Ecuador, Chile, Perú, Bolivia y Colombia donde se privatizaron y desnacionalizaron lucrativas empresas de gas, petróleo y mineras. En sus informes anuales a durante todos los noventa tanto el FMI como el Banco Mundial describen a estos regímenes como ‘modelos ejemplares y con éxito’ que hay que emular por todo el mundo. Washington y la Comunidad Económica Europea consideraron éste un periodo de ingresos y beneficios excepcionales, facilitado por regímenes extremadamente acomodaticios que promovieron la liberalización espontánea como norma para el futuro. Todo aquello que se desviara del ‘Periodo Dorado’ sería considerado anormal, inaceptable, amenazador, antidemocrático y desfavorable para los inversores. Crisis y desmoronamiento de los clientes respaldados por Estados Unidos: el fin de la Edad Dorada Aferrados a los ‘buenos tiempos’ y a la retórica de ‘elecciones libres y mercados libres’, ni el Banco Mundial o el FMI, Washington y la Unión Europea anticiparon los masivos levantamientos populares y revueltas electorales de finales de los noventa durante toda la primera mitad de la década siguiente (1999-2006), que derrocaron o rechazaron a cada uno de los clientes de Estados Unidos. En Ecuador tres levantamientos populares sustituyeron a presidentes neo-liberales, lo que bloqueó la privatización del gas y del petróleo así como la firma del Acuerdo de Libre Comercio de América Latina. En Argentina, en diciembre de 2001, ante el desmoronamiento financiero, el congelamiento de las cuentas de millones de personas y una profunda recesión económica, una rebelión popular de masas derrocó al presidente en ejercicio De la Rua y a tres de quienes aspiraban a ser sus ‘sucesores’. En Bolivia, tres sangrientas insurrecciones populares en enero de 2000, octubre de 2003 y junio de 2005 llevaron al derrocamiento de dos de los más obedientes y serviles clientes de Washington – Sánchez de Losado y su vice-presidente Carlos Mesa, ambos bien conocidos privatizadores y poco estrictos reguladores de las actividades tributarias, fiscales y de contrabando por parte de las corporaciones multinacionales extranjeras. En Brasil, las presiones de las masas dirigidas por el movimiento de campesinos (MST) y los descontentos urbanos llevó a la derrota del partido del presidente en ejercicio Cardoso y a la elección del aparentemente social-demócrata Lula Da Silva. Lo más importante de todo, los esfuerzos de Washington para desestabilizar al presidente de Venezuela, Chávez, por oponerse a la política de guerra en Oriente Medio del gobierno Bush y el subsiguiente respaldo estadounidense al fallido golpe de Estado, radicalizó a Chávez y a sus partidarios. La ‘Edad Dorada’ de Washington llevó a un creciente grado de hostilidad hacia los clientes de Estados Unidos y hacia las políticas de libre mercado que ellos proseguían. Fueron precisamente las condiciones y políticas, que favorecieron los negocios, al ejército y bancos estadounidenses, las que hicieron de detonante de los levantamientos populares. Por toda la región, muchos de los dirigentes de las rebeliones e insurrecciones sociales pidieron la re-nacionalización de empresas privatizadas, la re-negociación de sus contratos con las corporaciones multinacionales, la vuelta al control estatal de bancos de propiedad extranjera y acciones judiciales contra miembros del gobierno cómplices de la privatización y de la sangrienta represión de quienes protestaban. En Venezuela, los movimientos sociales pidieron acciones judiciales contra los golpistas respaldados por Estados Unidos y la ‘re-nacionalización’ de la compañía petrolífera propiedad del Estado (sustitución de 10. 000 cargos públicos de la empresa petrolífera vinculados a corporaciones multinacionales estadounidenses). El periodo 2000-2003 fue testigo de un fuerte declive del poder estadounidense, particularmente de la pérdida de regímenes cliente vitales y de una importante amenaza a la privilegiada posición de los bancos multinacionales, de las industrias petrolíferas y de telecomunicaciones estadounidenses y de la CEE. En Colombia, el dirigente cliente de Estados Unidos, el presidente Pastrana se enfrentó al avance del ejército de la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y, en menor grado, al Ejército de Liberación Nacional, así como a un sindicato y una oposición de base campesina al ‘Plan Colombia’ creado y financiado por Estados Unidos, y a las políticas de libre mercado. A pesar del alcance y profundidad de las protestas de masas y del éxito de los movimientos populares en derrocar a los regímenes pro-estadounidenses, los cimientos políticos y económicos del poder estadounidense en el hemisferio resultaron dañados pero no destrozados. Mientras que sectores del aparato de Estado asociados a los desacreditados regímenes cliente de Estados Unidos se veían obligados a dimitir, el ejército, el sistema judicial, la policía y ministerios civiles permanecieron intactos. Aunque algunos de los principales capitalistas cleptómanos llevaban al extranjeros sus activos líquidos ganados ilegalmente, la mayoría de ellos adoptaron temporalmente un perfil bajo, en espera de momentos más propicios para reiniciar las operaciones. Lo que es más importante para los intereses estratégicos de Washington, los poderosos movimientos populares no fueron capaces, o no estaban preparados para ello, de tomar el poder del Estado y de hacer una clara ruptura con el modelo neo-liberal de libre mercado. En todos y cada uno de los casos en los que caía un destacado dirigente cliente de Estados Unidos, fueron reemplazados por un nuevo presidente que, por necesidad, adoptó un retórica más anti-neo-liberal y, en algunos casos, eliminó o reemplazó a algunas de las figuras más odiadas del régimen anterior, pero permaneció dentro de los parámetros políticos y de clase del régimen anterior. Especialmente antes e inmediatamente después de tomar el poder, estas nuevas elites políticas adoptaron una postura que las situaba a sí mismas en el ‘centro-izquierda’, no demasiado diferente de la postura de la ‘Tercera Vía’ de sus homólogos europeos. Aparentemente a Washington le pilló por sorpresa la rapidez y facilidad con la que sus clientes fueron borrados del poder. Creyendo en su propia retórica triunfalista acerca del ‘fin de la historia’ con el advenimiento de regímenes que aceptaban el libre mercado y las elecciones libres, Washington fue incapaz de defender a sus clientes. En muchas ocasiones los propios estadounidenses desacreditaron a su alternativa favorita de derecha, que había sido convocada a toda prisa para reemplazar a sus títeres caídos. Al carecer de capital político, fueron incapaces de llenar el vacío político. Dentro del gobierno Bush, especialmente entre los cargos del Departamento de Estado (muchos con unos antecedentes de exilio cubano), la respuesta inicial fue de hostilidad generalizada y de aprensión no solo hacia las rebeliones a gran escala sino también a los emergentes regímenes de centro-izquierda. La única excepción fue el ultra-neo-liberal régimen ‘socialista’ chileno, que incluso tuvo el apoyo de extremistas como Otto Reich. Durante todo el periodo 2000-2002, Washington hizo pocos intentos de reconocer los importantes cambios políticos y económicos que han tenido lugar tanto internacionalmente como en América Latina, para ajustar las ambiciones del Imperio estadounidense. La Época Dorada de pillaje de los noventa cegó a Washington ante la nueva polarización política y social. Como resultado de ello, quedaron aislados la mayoría de sus clientes políticos. Al haber crecido acostumbrado a un fácil acceso y dependiente de una inteligencia cosechada en complacientes ministerios de Defensa e Interior, Washington no estaba preparado para cambiar de política antes de la caída. Peor aún, la profunda crisis económica y el desmoronamiento de 2000-2001 cambió la balanza de fuerzas dentro de los países de América Latina en un sentido, que hizo prácticamente imposible continuar con la política, ideología y política económica de los noventa.

 

 

 


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