La belleza del cielo no es más que el resultado de la interacción de la LUZ del Sol con la atmósfera. Una cantidad de humedad, relativamente pequeña, acompañada de partículas de polvo y de ceniza es suficiente para provocar en el cielo las múltiples manifestaciones de color.
Cuando se dan condiciones atmosféricas especiales, pueden aparecer fenómenos atmosféricos cromáticos como son el Arco Iris, los Círculos de Ulloa, las Coronas solares y lunares, los Halos, Falsos Soles y Falsas Lunas y otros más «raros» (Espejismos, el Rayo Verde, la Luz Sagrada, Auroras Polares, Fuegos de San Telmo…), que son fenómenos ópticos completamente explicables. Aquí nos ocuparemos sólo del fenómeno óptico más común que es el color del cielo, en sus variadas posibles manifestaciones.
El secreto del color azul del cielo esta relacionado con la composición de la luz solar -integrada por los distintos colores del arco iris- y con la humedad de la atmósfera. (El Sol es quien se encarga de procurar al aire su humedad. Con su calor, hace que parte del agua de la superficie terrestre se evapore. En corriente invisible pero incesante, la humedad se dirige hacia el cielo desde los océanos, mares, lagos y ríos; desde el suelo, las plantas y los cuerpos de los animales y del hombre).
Para explicar el color azul del cielo, imaginemos que dejamos pasar un rayo de sol por un prisma de vidrio. La luz se abre en un abanico de colores (se dispersa) por refracción y como resultado de esta dispersión vemos una gama de colores: violeta, azul, verde, amarillo y rojo. El rayo violeta es el que se ha separado mas de la dirección del rayo blanco y ahí esta precisamente la explicación del color del cielo. La desviación es máxima para los rayos de longitud de onda corta (violeta y azul), y mínima para los de longitud de onda larga (amarillos y rojos), que casi no son desviados. Los rayos violetas y azules, una vez desviados, chocan con otras partículas de aire y nuevamente varían su trayectoria, y así sucesivamente: realizan, pues, una danza en zigzag en el seno del aire antes de alcanzar el suelo terrestre. Cuando, al fin, llegan a nuestros ojos, no parecen venir directamente del Sol, sino que nos llegan de todas las regiones del cielo, como en forma de fina lluvia. De ahí que el cielo nos parezca azul, mientras el Sol aparece de color amarillo, pues los rayos amarillos y rojos son poco desviados y van casi directamente en línea recta desde el Sol hasta nuestros ojos.
Si profundizamos un poco más, la explicación es más compleja. La luz es una onda electromagnética y las piezas fundamentales de la materia en su estado más frecuente en la Tierra, son los átomos. Si las partículas existentes en la atmósfera, tienen un tamaño igual o inferior al de la longitud de onda de la luz incidente (átomos aislados o pequeñas moléculas), la onda cede parte de su energía a la corteza atómica que comienza a oscilar, de manera que un primer efecto de la interacción de la luz con las partículas pequeñas del aire es que la radiación incidente se debilita al ceder parte de su energía, lo que le sucede a la luz del Sol cuando atraviesa la atmósfera. Evidentemente esta energía no se queda almacenada en el aire, pues cualquier átomo o partícula pequeña cuya corteza se agita, acaba radiando toda su energía en forma de onda electromagnética al entorno en cualquier dirección. El proceso completo de cesión y remisión de energía por partículas de tamaño atómico se denomina difusión de RAYLEIGH (en honor del físico inglés Lord Rayleigh que fue el primero en darle explicación) siendo la intensidad de la luz difundida inversamente proporcional a la cuarta potencia de la longitud de onda. La difusión será mayor por tanto, para las ondas más cortas: Como consecuencia de ello, llegamos a la misma conclusión, la luz violeta es la más difundida y la menos, la roja. El resultado neto es que parte de la luz que nos llega desde el Sol en línea recta, al alcanzar la atmósfera se difunde en todas direcciones y llena todo el cielo.
El color del cielo, debería ser violeta por ser ésta la longitud de onda más corta, pero no lo es, por dos razones fundamentalmente: porque la luz solar contiene más luz azul que violeta y porque el ojo humano (que en definitiva es el que capta las imágenes -aunque el cerebro las interprete-), es más sensible a la luz azul que a la violeta.
El color azul del cielo se debe por tanto a la mayor difusión de las ondas cortas. El color del sol es amarillo-rojizo y no blanco, porque si a la luz blanca procedente del Sol -que es suma de todos los colores- se le quita el color azul, se obtiene una luz de color amarillo-roja.
La difusión producida por los gases es muy débil, sin embargo, cuando el espesor de gas es muy grande, como sucede en la atmósfera, fácilmente se puede observar la luz difundida.
El hecho de que la difusión sea mayor para las ondas más cortas, es la base de la utilización de los faros antiniebla.
Independientemente de todas las posibilidades que se puedan presentar, puede afirmarse que, cuanto mayor sea el numero de partículas que enturbian el aire, tanto peores serán las condiciones de visibilidad a través de dicho aire.
Si la niebla es «seca», debido a la presencia de humo, polvo o gotitas de agua muy pequeñas, la luz amarilla – que parte de los faros antiniebla- apenas pierde intensidad a causa de la interposición de esta niebla, de manera que resulta visible a través de ella. Si la niebla es «húmeda», los mejores faros contra ella fracasan casi del todo, ya que la niebla húmeda esta formada por gotas grandes que dispersan, casi por igual, todos los colores de la luz blanca. El mismo Sol, visto a través de esta niebla de gotas grandes, aparece desdibujado y de color blanco lechoso, mientras que observado cuando la niebla se debe a polvo fino tiene el aspecto de disco rojo, como ocurre a menudo al ponerse el astro.
Si la luz interactúa con una partícula grande, no funciona el mecanismo de Rayleigh, ocurre un proceso mucho más sencillo: la partícula simplemente absorbe parte de la luz y la otra parte la refleja. Cada partícula se comporta como un espejo pequeñito que reflejará más o menos luz según su composición química y que alterará el color de la luz reflejada si la partícula está formada por sustancias coloreadas. Si la luz se encuentra con una distribución de partículas grandes, parte de la luz se esparce y, además, puede cambiar de color. Este proceso se conoce como difusión de Mie, y el ejemplo más sencillo lo tenemos en las nubes, donde las gotas de agua incoloras, esparcen la luz en todas las direcciones pero sin alterar su color. ( El cielo del planeta Marte es otro ejemplo de difusión de Mie, provocado por partículas coloreadas de tamaño grande, por eso no es azul, porque el tamaño de las partículas no permite la difusión de Rayleigh).
Cuando la difusión de Mie actúa de forma masiva, si las partículas difusoras no son coloreadas, el resultado es la atenuación de la luz blanca hacia grises cada vez más oscuros. Esta es la causa de que en los días muy nublados, cuando las nubes son muy gruesas, el cielo aparezca mas o menos gris, y a veces casi negro.
Las salidas y puestas de sol nos brindan a diario hermosos espectáculos, los mas bellos que el aire puede ofrecer a nuestros ojos.
Si el horizonte es amplio, (como sucede en la ciudad de Badajoz), los efectos se multiplican y el espectáculo es todo un poema.
Al atardecer, el camino que la luz solar recorre dentro de la atmósfera es mas largo, los rebotes sucesivos en unas partículas y otras hacen crecer la probabilidad de que la luz acabe chocando con una partícula absorbente y desaparezca, de manera que incluso la parte amarilla es afectada y difundida y solo los rayos rojos, los más direccionales, siguen un camino casi rectilíneo. De ahí el color rojo del sol poniente.
Los colores que nos ofrece el cielo en estos casos, se originan también gracias a la intervención de las moléculas existentes en el aire y de las partículas que éste tiene en suspensión «el aerosol atmosférico», que dispersan y desdoblan la luz solar de múltiples modos.
Ya antes de que el Sol se hunda en el horizonte, vemos cómo el colorido del cielo se vuelve más intenso, mas saturado. Mientras la luz que aparece en los alrededores del disco solar vira hacia el amarillo-rojizo y en el horizonte resulta verde-amarillenta, el azul del cielo se vuelve más intenso en el cenit.
Cuando el Sol se halla a una distancia angular del horizonte de 1 ó 2°, la luz crepuscular derrama sobre el borde del cielo su mágica luminosidad. Poco a poco, el resplandor amarillo se transforma en una luz rojo-anaranjada, y, finalmente, en una luminosidad centelleante color fuego, que, algunas veces, llega a presentar el rojo color de la sangre. Cuando ya el astro diurno ha desaparecido bajo el horizonte, se observa en el oeste del cielo un resplandor purpúreo, que alcanza su máxima intensidad cuando el Sol ha descendido unos 5° por debajo del horizonte. Encima del lugar en donde se ha puesto el Sol, separado del horizonte por una estrecha franja rojo-parda, suele verse un semicírculo cuyo color varia entre el púrpura y el rosa. Esta coloración se debe en esencia a la refracción de la luz solar en las partículas que enturbian el aire situado entre los 10 y los 20 km. de altura, y desaparece cuando ya el Sol ha llegado a los 7 ° por debajo del horizonte.
Cuando existe una cantidad anormalmente elevada de aerosoles (polvo atmosférico), la luz del amanecer y del atardecer es especialmente roja. Sucede generalmente cuando existen presiones atmosféricas elevadas (anticiclón) ya que la concentración de partículas de polvo en el aire es mayor a altas presiones. Los colores rojos intensísimos que solemos contemplar aquí en Extremadura, por el mes de octubre y en algunas ocasiones esporádicas, pueden ser debidos al aumento de aerosoles por la quema de los barbechos de las cosechas.
Si la tierra no tuviera atmósfera, la luz solar alcanzaría nuestros ojos directamente desde el disco solar y no recibiríamos luz difundida y el cielo aparecería tan negro como por la noche (los astronautas pueden observar durante el día las estrellas, la luna y los planetas debido a que están fuera de la atmósfera).
En casos excepcionales pueden aparecer coloraciones especiales debido a la contribución de los volcanes en actividad. Cuando se produjo la erupción del volcán Krakatoa (26 y 27 de agosto de 1883, -36000 muertos por la erupción-) se presenció en la Tierra un notable ejemplo de ello. La erupción lanzó a los aires un volumen de masas rocosas de la pequeña Isla de Krakatoa (situada en el Estrecho de la Sonda, entre Sumatra y Java) que se estima en unos 18 km3. Trozos de roca del tamaño de una cabeza humana salieron despedidos hacia lo alto con velocidades iniciales de 600 a 1000 m/s, y el estruendo de la explosión se dejó oír en Rodríguez (Isla de Madagascar) a 4774 kilómetros de distancia. El cielo permaneció oscuro durante varios días. Las partículas mas finas de ceniza volcánica expulsadas por el volcán se esparcieron hasta los 80 km de altura, fueron arrastradas por las corrientes atmosféricas elevadas y dieron la vuelta a la Tierra por dos veces. Se produjeron en el aire fantásticos fenómenos cromáticos que continuaban aun meses después del cataclismo; entre otros, se observaron asombrosas coloraciones durante las salidas y puestas de sol y se vieron soles de todos los colores, entre ellos rojo-cobre y verde. También se vieron soles de color azul, como pueden asimismo verse en raras ocasiones en Europa, cuando en el Canadá, por ejemplo, se produce un gran incendio forestal y los vientos del Oeste arrastran hasta nuestro Continente partículas de ceniza finísimas.
Debido a que al atardecer, el camino que la luz solar recorre dentro de la atmósfera es mas largo, como hemos indicado anteriormente, es por lo que el Sol se ve más achatado y ancho pues el efecto de refracción a través de la atmósfera es muy grande.
Por último, el color negro de la noche, es debido a que a la atmósfera que rodea al observador, apenas llega luz y por tanto no se puede dar suficiente difusión.