A fines del siglo XV la meseta del Anahuac (país vecino del agua en lengua náhuati) ocupaba un terreno más amplio que el que hoy ocupa México. Aunque de oriente a poniente se extendía igual que ahora, desde el Atlántico al Pacífico, hacia el sur alcanzaba gran parte de lo que hoy es Centroamérica. Esta fue la cuna de los guerreros aztecas.
A la llegada de los españoles el Anahuac estaba dominado por los aztecas. Estos habían llegado al lugar y se habían impuesto luego de varios siglos de lucha con distintos pueblos indígenas, en especial los toltecas.
Estos toltecas, que tenían un imperio bien organizado en la zona central de la nación mexicana, fueron los que inspiraron casi toda la organización azteca, incluyendo a su dios Quetzalcoati, representado como una serpiente emplumada.
El pueblo invasor
Los aztecas pertenecían al tipo de pueblo «invasor», de los que había varios a lo largo de América. Eran seres de cabello negro, lampiños, nariz aplastada y piel amarillo oscura.
En sus primeros tiempos habían vivido de la pesca y la caza, igual que los pieles rojas de más al norte, pero luego de expandirse hacia el Sur en busca de mejores condiciones de vida y entrar en contacto con los toltecas, se civilizaron con rapidez.
Dueños ya del territorio, los aztecas sentaron las bases de su imperio sobre los sólidos pilares dejados por sus antecesores, muchos de ellos guerreros aztecas. Sin embargo no abandonaron algunas de sus propias costumbres, tales como los sacrificios humanos en honor a sus dioses.
Se convirtieron así en una muestra extravagante a los ojos de los europeos, a quienes exhibían su avanzada cultura por una parte y sus ritos bárbaros por otra.
Guerreros aztecas
Los guerreros aztecas eran parte de este pueblo, con un soberano absoluto y una casta de sacerdotes con mucha influencia. Su grado de desarrollo se podía apreciar, entre otras cosas, en sus vestimentas: túnicas de algodón o corazas de finas láminas de oro o plata.
Iban tocados por cascos o con penachos con plumas, según fuera el rango y actividad que desarrollaran.
Sabían trabajar el oro, la plata y el cobre, y poseían dardos, hondas y lanzas de ancha punta como armas.
Pero, a diferencia de los españoles, no conocían el hierro ni la pólvora.
Cuando los españoles comenzaron a recorrer México, quedaron maravillados ante muchas de sus ciudades, que parecían mejores que algunas famosas urbes españolas.
El hidalgo hispano Hernán Cortés, de principal papel en la conquista mexicana, escribía al emperador Carlos V: «La capital del imperio está edificada en el centro de un lago, sus grandes y bellas casas están adornadas de magníficas terrazas llenas de flores; sus palacios y sus templos coronados de pirámides tan elevadas como la torre de la catedral de Sevilla y sólidamente construidas en piedra labrada, con maderajes bien ensamblados y pintados…».
Todo era sorprendente para los españoles recién llegados a México. Desde que Colón realizara su primer viaje habían pasado poco más de veinte años, y en todo ese tiempo el contacto con los nativos de las Antillas había mostrado pueblos con escaso desarrollo social, con poca relación entre ellos y viviendo en un contacto primitivo con la naturaleza. Pero México era otra cosa.