Los seres inertes pueden no cumplir ninguna de las funciones vitales de los seres vivos. Como por ejemplo, una piedra no puede nutrirse o reproducirse y el agua no puede relacionarse o morir.
Tal como un ser vivo se define porque vive, se desarrolla y multiplica, también es parte fundamental de éste que su vida tiene un fin. Es decir, es un organismo que muere. A diferencia de los elementos abióticos, que no tienen fecha de caducidad. El agua no muere, puede contaminarse, evaporarse, pero no desaparece de la faz de la Tierra.
Sin embargo, si bien los organismos vivos mueren, su materia no desaparece, se transforma. Según la ley de Lavoisier, la ley de la conservación de la materia, la cual plantea que la materia no se destruye, sino que se transforma, tanto los seres inertes como los seres vivos cambiarían eventualmente en energía. Por ejemplo, cuando un cuerpo es enterrado, su materia se descompone y con el tiempo se hace parte de la Tierra. Los componentes del cuerpo se trasforman en nutrientes y sales minerales que alimentaran la tierra, siendo sus productos consumidos tanto por animales como por las personas. En conclusión, nuestro planeta es como una jaula, nada de los que esta en él puede salir o desaparecer. Todos los elementos, tantos vivos como inertes están presentes en un ciclo infinito, donde la materia se transforma continuamente, para favorecer la vida en nuestro planeta.
Por lo tanto, si bien hay diferencias notables entre los organismos bióticos y abióticos, es en la simbiosis o unión de estos dos elementos que la vida es posible tal y como la conocemos. Es en esta relación armoniosa, cíclica y de infinitas posibilidades, que estos polos opuestos se complementan a la perfección, confluyendo casi mágicamente, para generar el único planeta con vida en el Sistema Solar.