Nunca le han faltado razones al teatro para decir o expresar algo, la muestra de esto es que el teatro existe desde tiempos remotos, sin nunca haber sucumbido a los esfuerzos por hacerlo desaparecer.
Cada época ha dado origen a sus propias temáticas, a través de la representación, y con ello la historia del teatro ha ido plasmando una suerte de historia de las problemáticas sociales basada en las fotografías situacionales con que aporta cada obra dramática en su momento; pero no se trata de fotografías idénticas sino que ellas son la síntesis artística y crítica, es decir estética.
Puede parecer complejo pero en verdad que no lo es tanto, revisemos el teatro del absurdo, denominación que tomó la dramaturgia desarrollada por ciertos autores, franceses en su gran mayoría, a mediados del siglo 20 y cuyo trabajo se considera una reacción contra los conceptos tradicionales del teatro occidental que se venía haciendo hasta ese momento.
El teatro del absurdo toma como punto de partida lo absurdo de la vida en un sentido concreto y el rechazo total al teatro realista por su caracterización sicológica de los personajes, estructura coherente, trama y confianza en la comunicación dialogada. Justamente aquello que el teatro del absurdo quiere poner en cuestionamiento, pero no como un impulso antojadizo; estos creadores habían pensado que este mundo (el de ese momento) ya no tenía mucho sentido, sobre todo a la luz de los sucesos de Hiroshima y Nagasaki, que remataron la barbarie de los campos de concentración de la segunda guerra mundial.
El teatro del absurdo quiere revelar, a través de sus obras, una realidad oculta y amarga que subyace en la idea de felicidad y confort del modo de vida burgués que sería incoherente respecto de lo que sucedía en el mundo.
Algunos de sus principales representantes y sus obras son de Samuel Beckett «Esperando a Godot», (1952) y «Fin de partida»(1957), Eugene Ionesco «La lección», «La cantante calva» (1950), Fernando Arrabal «El cementerio de automóviles»(1958), Arthur Adamov «El profesor Taranne»(1953) y Jean Genet «El Balcón»(1957).
Todos estos autores tienen en común que en su dramaturgia presentan la realidad de modo grotesco, los personajes tiene un desarrollo absurdo, siendo posible que cambien de sexo, personalidad o estatus, la trama muchas veces es circular, por ende no va a ninguna parte y rechaza cualquier resolución de forma, los objetos pueden proliferar hasta expulsar a los personajes de la escena como pasa en Las Sillas de Ionesco o ser reducidos a su mínima expresión como hace Beckett en Esperando a Godott, para expresar la noción de vacío y la nada.