Sabías que los mismos historiadores, no se han puesto de acuerdo en cómo nombrar esta etapa. La historiografía tradicional nombra los años -tras la abdicación de Bernardo O’Higgins-, que van entre (1823) y el triunfo conservador en la batalla de Lircay (1831), como de «anarquía» debido al encadenamiento de gobiernos, constituciones y movimientos militares que se desenvolvieron en esta etapa. Sin embargo, la historiografía más contemporánea ha reformulado esta perspectiva desafortunada por una que pone el acento en los aspectos positivos sobre la queja de un nuevo orden político y en la construcción de un Estado republicano y democrático, proceso en el cual la elite afincó experiencia a través de distintos exámenes constitucionales y gobiernos, hasta consolidar un sistema político autoritario, que trajo orden y estabilidad a la república de Chile, que eran valores comunes, buscados por toda la elite chilena. No se debe olvidar, que finalizado el proceso de Independencia, buscar y decidir la manera más adecuada de organizar el Estado, no era un problema menor. Esta responsabilidad, anterior a este proceso, había recaído siempre en el sistema colonial hispano.
Una vez lograda la Independencia, después de años de guerras y catástrofe, las élites criollas procuraron comenzar a pensar en una organización para el naciente estado chileno. Resultado de la impericia política y las variadas disputas internas, variados actores van a plasmar sus enfoques sobre el asunto, todas concuerdan en la enorme confianza absoluta en la Ley como herramienta moralizadora y dirigente de las costumbres. Se especulaba, utópicamente, que buenas leyes podrían producir honestos ciudadanos. Desde esta perspectiva política, es una época en que sobrevienen muchos gobiernos por períodos muy cortos de tiempo, producto de las luchas dentro de la misma élite, y sus diferentes bandos políticos y la incapacidad para constituir consensos. Indistintamente, se escriben y ponen a prueba disímiles cartas constitucionales, como las del 1823, 1826 o 1828, que en la práctica no llegan a afianzarse. Como la Constitución «Moralista», de 1823, que fusionaba el derecho con la Moral; las Leyes federales de 1826, a imitación de EE. UU., que dividieron al país provincias, con autoridades tanto civiles como religiosas elegidas por en cada una de estas divisiones; y la Constitución Liberal de 1828, que tendió a robustecer el Parlamento, en una época, donde termina por prevalecer un Ejecutivo fuerte.