Eso sí, un privilegio para las familias más acomodadas, en el que era tradición que niños y mujeres partieran al campo durante las vacaciones de verano, mientras los hombres se quedaban trabajando en la ciudad.
Estos viajes se hicieron aún más comunes con el uso del ferrocarril. Es así como las zonas campesinas de Rancagua, Melipilla, los cercanos pero entonces campestres San Bernardo y Pirque, sirvieron a muchos santiaguinos como el reducto vacacional de la niñez, donde se congregaba gran cantidad de primos y tíos.
«En los paseos al fundo de mi tío, en Doñihue, nos juntábamos unos 30 ó 40 niños, porque antes las familias eran muy grandes. Sólo un tío tenía 19 hijos. Allí hacíamos diferentes juegos, pero por sobre todo largos paseos a caballo en grupo», señala Rosa Bravo, comentando sus vacaciones en la primera veintena del siglo XX.
En esa época, el campo era lo más parecido a un «parque de atracciones». Entre los panoramas existentes, además de las cabalgatas por los enormes fundos, quienes llegaban a las zonas rurales podían presenciar las cosechas de diferentes verduras y frutas, vendimias y la trilla. Estas dos últimas resultaban ser todo un espectáculo y alrededor de ellas se realizaban comidas, se tocaba música campesina y se bailaba, transformándose estas escenas en parte principal del ideario folclórico que hoy tiene el país.
La visita al campo también resultaba una experiencia de «viaje gastronómico». A diferencia de ahora, donde los campos agrícolas se concentran en la producción de uno o dos productos de manera tecnificada, antes una sola hacienda proveía de frutas, granos, animales y toda clase de alimentos frescos que garantizaban un buen comer. Rosa Bravo comenta que entre los platos más apetecidos estaban los porotos granados y las cazuelas de ave. También el tradicional choclo con mantequilla, que era considerado un plato infantil. «Cuando era la trilla, se hacía el charquicán de trilla. Ahí nadie quería comer cazuela ni choclo», dice.
En zonas más remotas, durante las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX, las estancias servían como lugar de hospedaje para los forasteros, donde el dueño y su familia abrían sus puertas para que el viajero descansara y tomara fuerzas. Costumbre arraigada principalmente en Chiloé, Aysén y Magallanes.