Había una vez, una viuda de buen pasar, que tenía una hija. La muchacha era hermosa y la madre quería casarla con un hombre bien rico. Se presentaron algunos pretendientes, todos hombres honrados, trabajadores y acomodados, pero la viuda los despedía con su música a otra parte, porque no eran riquísimos.
Una tarde se asomó la muchacha a la ventana, bien compuesta y de pelo suelto. Por cierto que el pelo le llegaba a las corvas. De repente, pasó un señor a caballo.
Era un hombre muy galán, muy bien vestido, con un sombrero de pita finísimo, moreno, de ojos negros negros y unos grandes bigotes con las puntas para arriba. El caballo era un hermoso animal, con los cascos de plata y los arnés de oro y plata. Saludó con una gran reverencia a la niña, y le echó un perico. La niña, advirtió que el caballero tenía todos los dientes de oro. El caballo al pasar se volvió una pura pirueta. Desde la esquina, el jinete volvió a saludar a la muchacha, que se metió corriendo a contar a su madre la ocurrido.
A la tarde siguiente, madre e hija bien alicoreadas, se situaron en la ventana. Volvió a pasar el caballero en otro caballo negro, más negro que un pecado mortal, con los cascos, frenos y riendas de oro. La montura sembrada de clavitos de oro. La viuda advirtió, que en la pechera, en la cadena del reloj y en el dedito chiquito de la mano izquierda, le chispeaban brillantes.
Se convenció de que era cierto que tenía toda la dentadura de oro. Las dos mujeres se volvieron una miel para contestar el saludo del caballero.
Al día siguiente, estaban a la ventana, vestidas con las ropas de coger misa, volando ojo para la esquina. Al cabo de un rato, apareció el desconocido en un caballo que tenía la piel tan negra como si la hubieran cortado en una noche de octubre. Las herraduras eran de oro y los arnés también, sembrados de rubíes, brillantes y esmeraldas.
Las dos, se quedaron en el otro mundo cuando lo vieron detenerse ante ellas y desmontar.
Las saludó con grandes ceremonias. Lo mandaron pasar adelante, la vieja que era muy saca la jícara cuando le convenía, llamó al concertado para que ciudara del caballo.
El desconocido dijo que se llamaba don Fulano de Tal. Presentó recomendaciones de grandes personas, habló de sus riquezas, las invitó a visitar sus fincas y por último, pidió a la niña por esposa. No había terminado de hacer la propuesta, cuando ya estaba la madre contestándole que con mucho gusto y llamándolo hijo mío.
Desde ese día, las dos mujeres se volvieron turumba. Cada día visitaban una finca del caballero, cada noche bailes y cenas. Ellas no volvieron a caminar, ya que después andaban sólo en coche. Regalos van y regalos vienen.
Por fin, llegó el día de la boda. El caballero no quiso que fuera en la iglesia, sino en la casa.
Nadie se fijó en que al entrar el padre, el novio tuvo intenciones de salir corriendo. Los recién casados, se fueron a vivir a otra ciudad, donde el marido tenía sus negocios.
Desde el primer día que estuvieron solos, el marido dijo a la esposa, a la hora del almuerzo, que él sabía hacer pruebas, que dejaban a todo el mundo con la boca abierta. También le dijo que las iba a repetir para entretenerla y diciendo eso, se puso a caminar por las paredes y cielos con la facilidad de una mosca.
Se hacía del tamaño de una hormiga, se metía dentro de las botellas vacías y desde allí hacía morisquetas a su mujer, luego salía y su cuerpo se estiraba para alcanzar el techo. Ésto se repetía todos los días al almuerzo y a la comida. En una ocasión, vino la viuda a ver a su hija y ésta le contó las gracias de su marido. Cuando se sentaron a la mesa, la suegra pidió a su yerno que hiciera las pruebas de que le había hablado su hija. Éste no se hizo de rogar y comenzó a pasearse por el cielo y paredes y a repetir cuantas curiosidades sabía hacer. La vieja, se quedó con el credo en la boca y desde aquel momento no las tuvo todas consigo.
A los pocos días, volvió a hacer otra visita a sus hijos. Esta vez, trajo consigo una botijuela de hierro, con una tapadera que pesaba una barbaridad. A la hora del almuerzo, rogó a su yerno que las divirtiera con sus maromas. Después que éste se dio el gusto con sus paseos boca abajo por el techo, le dijo:
– Apostemos que aquí no entra usted.
El otro de un brinco, se tiró de arriba y se metió en la botijuela como Pedro por su casa. La suegra, hizo señas a unos hombres que venían listos con la tapadera, estaban tras una cortina y se precipitaron y taparon la botijuela. El yerno se puso a dar gritos desaforados y a hacer esfuerzos por salir. La esposa, quiso intervenir para que le abrieran, pero la madre le dijo:
– ¿No ves que es el mismo Pisuicas?
Desde la otra vez que estuve, eché de ver que tu marido no era como todos los cristianos. Le consulté a un sacerdote, quien me acabó de convencer de que mi yerno, no era sino el Malo. Dale infinitas gracias a Nuestro Señor, de que a mí se me ocurriera este medio de salir de él.
Luego, se fue en persona para la montaña, seguida de los hombres que cargaban la botijuela. Se hizo un hoyo profundo y allí dejó enterrada la botijuela con su yerno dentro. Éste se quedó bramando de rabia y diciendo pestes en contra de su suegra.
En efecto, aquel tipo era el Diablo. Desde el día en que la vieja lo enterró, nadie volvió a cometer un pecado mortal, sólo pecados veniales, aconsejados por los diablillos chiquillos. Toda la gente parecía muy buena, pero sólo Dios sabía cómo andaba el frijol.
Pasaron los años y pasaron los años en aquella bienaventuranza, y el pobre Pisuicas enterrado, inventando a cada minuto, una mala palabra en contra de su suegra. Un día, pasó por aquel lugar un leñador, que tenía por único bien una marimba de chiquillos, tan arrancado que no tenía segundos calzones que ponerse. Le pareció oir bajo sus pies algo así como retumbos, se detuvo y puso el oído.
Una voz que salía de muy adentro decía:
-¡Quién quiera que seas, sácame de aquí!-.
El hombre se puso a cavar en el sitio de donde salía la voz. Al cabo de unas cuantas horas de trabajar, dió con la
botijuela. De ella, salía la voz que ahora decía:
-Ñor hombre, sácame de aquí y te tiene cuenta-.
Él preguntó:
-¿Qué persona, por más pequeña que sea, puede caber dentro de esta botijuela?-.
El que estaba en ella, contestó:
-Sácame y verás. Soy alguien que puede hacerte inmensamente rico-.
Ésto era encontrarse con la Tentación, el pobre al oír lo de las riquezas, hizo un esfuerzo tan grande que levantó solo la tapadera. Cierto es, que por dentro el Diablo empujaba a su vez, con todas sus fuerzas. La tapadera saltó con tal ímpetu, que desapareció por los aires. El Demonio salió envuelto en llamas y la montaña se llenó de un humo con olor a azufre. El pobre leñador, cayó al suelo más muerto que vivo. Cuando fue volviendo en sí, se le acercó el Diablo y le contó la historia de su entierro.
– Para pagarte tu favor, nos vamos a ir a la ciudad. Yo me voy a ir metiendo en diferentes personas, de las más ricas y sonadas, para que se pongan locas. Tú aparecerás en la ciudad como médico y ofrecerás curarlas. No tienes más que acercarte al oído del enfermo y decirme: «Yo soy el que te sacó de la botijuela». En ese mismo momento, saldré del cuerpo de la persona. Eso sí, cuando te acerques y yo te diga que no, es mejor que no insistas, porque será inútil. Ya te lo advierto.
Y así, partieron para la ciudad. El leñador se hizo anunciar como médico y a los pocos días, un gran Conde se puso más loco que la misma locura. Lo vieron los más famosos médicos del reino, y nada. De pronto, se puso que un médico recién llegado ofrecía devolverle la salud. Llegó donde el enfermo y para disimular, se puso a darle cada hora una cucharada de lo que traía en una botella, y que no era otra cosa que agua del tubo con anilina. A las tres cucharadas, se acercó al oído del Conde y dijo:
– Soy el que te sacó de la botijuela-.
Inmediatamente, salió el Diablo. El Conde quedó como si tal enfermedad no hubiera existido. Toda la familia estaba muy agradecida, no hallaban dónde poner al médico y lo dejaron bien pistudo.
Siguieron presentándose casos de locura de diferentes aspectos. Casi todos eran en el Duque Don Fulano de Tal, la Duquesa Doña Mengana, el Marqués don Perencejo. Y todos fueron curados por el médico, que ya no tenía dónde guardar el oro que ganaba. Por fin, se puso mala la Reina y el Señor me dé paciencia. Aquello sí que fue el juicio. La Reina no tenía sosiego un minuto y el Rey estaba a punto de coger el cielo con las manos. Últimamente, tuvieron que amarrar a la Reina, porque ya no se aguantaba. Aconsejaron al Rey que llamara al famoso médico y cuando llegó, le ofreció hacerlo su médico de cabecera y darle muchas riquezas si sanaba a su esposa. El otro, por rajón, le contestó que ya podía hacerse la idea, de que la Reina estaba curada y que si no sucedía así, le cortara la cabeza.
Se acercó con su botella de agua y le dió las tres cucharadas. A la tercera le dijo al oído de la enferma:
-Soy yo, el que te sacó de la botijuela-.
El diablo respondió:
– No.
Al escuchar esto, el hombre se achucuyó. ¿Y ahora qué iba a hacer?. Se acercó otra vez al oído de la enferma a suplicarle:
– ¡Sal por lo que más quieras!. Mira que si no, acaban conmigo. ¡Por vida tuyita!
Pero de nada le servían las súplicas, el otro seguía empeñado en que no y en que no. Estaba por lo que se veía, muy a gusto entre los sesos de la Reina.
Pidió al Rey, tres días de plazo y entre tanto, no hizo otra cosa que suplicar al Diablo que saliera, dar cucharadas de agua con anilina a la pobre Reina y sobarse las manos. Cuando estaba para terminarse el plazo, se le ocurrió una idea: Pidió al Rey que hiciera traer la banda, que comprara triquitraques y cohetes, que a cada persona del palacio le diera una lata o algún trasto de cobre y la armara de un palo y que a una señal suya, la banda rompiera con una tocata bien parrandera, todos gritaran y golpearan en sus latas y se diera fuego a la pólvora.
Y así se hizo, en ese momento se acercó el leñador al oído de la Reina y suplicó al Diablo:
– Sal de ahí, por vida tuyita.
En vez de contestar, el Diablo preguntó:
-Hombre, ¿Qué es ese alboroto?.
El otro respondió:
-Aguarda, voy a ver qué es.
Inmediatamente volvió y dijo:
– Qué Dios te ayude. Es tu suegra que ha averiguado que estás aquí y ha venido con la botijuela para meterte en ella de nuevo.
– ¿Quién le iría con la cavilosada a la vieja de mi suegra? -dijo el Diablo-. ¿Y patas para qué las quiero?. Salió corriendo, no paró sino en el infierno. La Reina se puso buena. El leñador, que ya era don Fulano y muy rico, mandó por su mujer y su chapulinada. Todos fueron a vivir a un palacio, regalo del rey. Desde entonces la pasaron muy a gusto.