Había una vez una mujer llamada Amanda. Ella era muy rara, no tenía amigos, era muy despreocupada, su casa era negra, tenía un perro que mordía al que se le pasaba por el frente.
En un año se fue dando cuenta que ella debía de cambiar ya que había llegado un extranjero donde ella trabajaba de ñiñera. Era lindo, pelo rubio, ojos celestes, y su piel era como la de todos, el extranjero estaba pololendo con la señora de la casa. Ella todos los días le decía a Amanda «pobre de ti que me traigas a estos niños cerca de mi». Ella ya lo sabía muy bien, porque se lo decía todos los días.
A la mañana siguiente, ella llamó a la señora y dijo que ese día no podría trabajar, ella se dijo a sí misma que iba a cambiar su casa y todo lo que había alrededor. Primero fue de compras: compró muebles nuevos, alfombras nuevas, camas nuevas, aunque todo lo que compró le llegaría a la semana siguiente. También decidió cambiarse de casa, a una más nueva y así lo hizo.
Después de esa semana le dijieron que se iban a demorar un poco más en llegar las compras (ella contenta recibió esa noticia) buscó una casa con dos pisos, piscina, dos recámaras. Ya tenía su casa, luego la llamaron y le dijeron que dónde le llevaban las cosas, así que dijo la dirección nueva, le llevaron todo a la perfección, pintó su casa blanca con adornos verdes claros. Ella estaba muy feliz, pero no lograba olvidarse de él, aquel amor tan profundo que habitaba en su corazón.
A la mañana siguiente el extranjero le juró a ella amor profundo, ella se alegró mucho y le dijo al extranjero que ella se
quería casar con él.
A la mañana ella con el extranjero se casron y fueron muy felices.