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No había prestado atención a la misa, es más, pese a su larga duración, ésta lo había dejado totalmente somnoliento. Caminó a través de las angostas calles hacia la posada en donde lo esperaban su arpa y su morral.

Densos nubarrones cubrían el cielo, dejando claro que se acercaba una precipitación. Si era así, sería la tercera vez que llovería esa semana, y no estaban en invierno, sino que en otoño.

Ni siquiera mientras caminaba dando torpe tropezones contra los adoquines podía olvidar aquel letrero. Aquel cartel con finas y delgadas letras, que, pareciendo ser serpientes decían:

«A petición de Su Excelencia, el Conde de Carcassone,
se invita a todos aquellos juglares que deseen participar
en un encuentro de poesía.
El ganador recibirá 20 monedas de oro y un documento que certificará
que pertenece a la noble corte del excelentísimo Conde de Carcassone.
Se ruega a todos los participantes llegar a más tardar
el día 26 del presente al castillo de ya mencionada persona,
en la misma ciudad de Carcassone»

Llegó a la posada, pensando en las dificultades de llegar hasta Carcassone y se dirigió a su pequeña habitación. Todo estaba igual: su arpa sobre la cama, y el morral sobre una rústica mesa de madera, la cual tenía los pies completamente desnivelados.

Se lanzó sobre la cama. Respiró profundamente, como si aquel respiro lo fuera a ayudar a tomar una decisión.

– Si voy a viajar debo irme ahora. Compraré un burro a cambio de las seis monedas que me sobran y el anillo de oro de mi padre. Sí, eso haré.

Rápidamente tomó su arpa y el morral. Se aprontaba para salir, cuando se dio cuenta de algo: aún debía pagar lo que había gastado en la posada. Tomó una de las monedas, y fue a pagar. Atendía el mismo hombre macizo de siempre. Tenía ojos negros, y una barba que cubría su rostro casi por completo. Leía un pequeño folleto.

– ¿Os vais? –preguntó éste sin apartar la vista de su lectura-.

– Sí –contestó el joven juglar-.

– Dos monedas –dijo el posadero-.

– Os puedo dar una, el resto las necesito para comprar un burro.

– ¿Y para qué queréis un burro? –preguntó intrigado el macizo, apartando la vista del folleto-.

– Para viajar –respondió el juglar-.

– Ah. ¿A dónde vais?

– ¿Acaso es vuestro asunto?

– No. Lo siento. Son dos monedas.

– Os digo que sólo puedo daros una.

– Y yo os digo que son dos. Dos o llamo a la guardia.

– Os suplico, noble señor, dejadme ir –imploró el poeta-.

– No me llaméis «noble». Eso es sólo para su majestad y sus excelencias –respondió el posadero–. Os puedo vender mi mula. Así me pagáis vuestra estadía y el animal.

– ¿Habláis en serio? –preguntó-.

– Por supuesto. Dadme siete monedas y yo os daré la mula, y así podréis iros.

– Sólo tengo seis monedas.

– Entonces no hay trato –respondió cortante el posadero–. Siete o nada.

– Os ofrezco seis monedas de oro y un anillo de oro. Por favor, aceptadlo.

Dudoso de lo que iba a hacer, el posadero aceptó.

– Dádmelos. E iros rápido, antes de que me arrepienta.

– ¡Os agradezco mucho!

El juglar sacó las seis monedas que guardaba de su morral, y luego, se sacó el anillo que su padre le había otorgado antes de marcharse.

– Espero que me recordéis siempre. A mí y a tu madre –dijo el padre-.

– Os prometo que sí -respondió el hijo–. No os defraudaré. Seré el mejor juglar jamás conocido.

– Tomad mi anillo, hijo mío. Llevadlo siempre, así nos recordaréis en todo lugar.

– Gracias –pequeñas lágrimas rodaron por el rostro del hijo-.

Besó el anillo de oro y se lo pasó al posadero. Éste le sonrió y lo llevó al patio de la posada. Atada a un árbol y comiendo pasto se hallaba una mula completamente gris. La desató, agradeció al posadero y se marchó.

Emprendió viaje con su mula y sin su anillo. Atravesó bosques, verdes campiñas, ríos y montes. Los días se hacían cada vez más fríos. Por los angostos e intransitados senderos viajó día tras día, sólo deteniéndose a dormir y comer los ya duros trozos de pan que sacó antes de salir de Lyon.

Retomó el viaje nuevamente, luego de un pequeño descanso con la mula en la linde de un bosque. Viajó una media hora por el bosque y llegó al otro lado. ¡Sorpresa! A lo lejos se elevaban sobre una pequeña colina las torres de una ciudad completamente amurallada. Rodeada por un foso estaba Carcassone.

Avanzó lentamente contemplando aquella magnífica ciudadela fortificada. Campesinos y campesinas labraban la tierra en las afueras, sin importarles el frío del otoño.

Sobre las torres, arqueros vigilaban el horizonte en casos de haber problemas. De vez en cuando, se abría el rastrillo que cubría la entrada a la ciudad, para dejar entrar o salir a hombres montados a caballo, o para dejar entrar una carreta con mercancías.

Entró a la ciudad, maravillándose por su hermosura. Entró a una herrería, preguntando a un hombre que trabajaba una espada por el encuentro.

– ¿De dónde sois?

– ¿Es necesario saber mi procedencia? –preguntó el juglar-.

– No, lo siento. Deseaba saber si érais de por aquí.

Caminó entonces por la calle principal de la ciudad, hasta llegar al castillo, en donde, según el herrero, vivía el Conde.

El castillo estaba también amurallado, para protegerlo en caso de invasión. A fuera, un hombre se hallaba sentado, con una serie de papeles sobre una mesa. Tenía cara de cobrador de impuestos, pero no lo era, estaba allí para recibir las inscripciones de lo juglares.

Tímidamente el poeta se acercó a aquel hombre.

– ¿Vos estáis recibiendo el nombre de los juglares que quieren ir al encuentro? –preguntó-.

– Correcto. ¿Os queréis inscribir?

– Por favor.

– ¿Vuestro nombre? –preguntó el hombre-.

El juglar dio su nombre. El encargado de inscripción sacó una pluma y escribió el nombre del juglar en un papel.

– Debéis mostrar este papel para que os dejen ingresar al encuentro –indicó el hombre–. No lo perdáis.

– Está bien -respondió el juglar–. ¿Vos sabéis dónde podría pernoctar?

– Regresad por la calle principal, y doblad a derecha en la tercera calle. Iros hasta el final, y ahí hay una posada.

– Gracias

Se dirigió a la mañana siguiente al castillo, en donde una multitud aguardaba.

El hombre que ayer le había pedido la inscripción, se hallaba ahora parado sobre la mesa, gritando, tratando de calmar al pueblo que intentaba ingresar al castillo para presenciar el encuentro.

Hizo que abrieran las puertas del castillo, y el poeta entró. Desde dentro, se apreciaba la magnitud del castillo. Era inmenso. Miles de guardias se paseaban por las murallas de la fortaleza, y otros observaban el griterío del pueblo.

En el patio, se hallaban otros juglares. Unos llevaban flautas; otros, arpas; otros, laúdes; algunos, violas; en fin había variedad instrumental. Se asomó entonces por un balcón un hombre alto y de pelo blanco. Llevaba un traje de telas color índigo, y bastón finamente tallado. Sonreía y observaba a la vez a los poetas que se hallaban reunidos. Era el Conde de Carcassone.

Inició el concurso un juglar proveniente de París, siguió uno de Burdeos, el tercero era de un pueblito fronterizo del sur. Legaron a Lyon. Tímidamente, el juglar acomodó su arpa, y recitó al compás de ella:

«Fue en una época remota
Un hombre que deseaba ser poeta
Su padre no lo tomaba ni en cuenta
Decidió una noche huir
Sin rumbo hasta el fin
Sin embargo, el destino se lo prohibió
Su padre lo descubrió
Entre llantos y súplicas
El hijo exclamó:
«¡Dejadme ir!»
El padre le contestó:
«¡No saldréis de aquí!»
La madre intercedió:
«¿Qué sacáis con detenerlo?
Dejadlo ir»
El padre contradijo:
«¡Callad mujer!
¡Es por su bien!»
El hijo lloró:
«¡No más por favor!»
La madre suplicó:
«Que sea feliz
¡Dejadlo ir!
¿Qué sacáis con dejarlo aquí?»
El padre meditó
Y en silencio aceptó
Su anillo sacó
Y al hijo dio
«¿Me dejáis ir?»
el hijo preguntó
«Así es»
el padre contestó
La madre sollozaba
pero de felicidad
El hijo se fue
pensando volver
Con el anillo en un dedo
se dedicó a viajar
Convirtiéndose así
En un gran juglar.

El Conde fue el primero en aplaudir, rompiendo así el silencio que se había producido. La multitud del pueblo, que arrimada a las puertas de la fortaleza estaba, irrumpió en aplausos, incluso algunos lloraban. Y así debía ser, ya que no sólo el poema había sido triste, sino que la melodía también.

Rápidamente el Conde descendió hasta el patio.

– Os agradezco su venida. Me habéis hecho muy feliz. Vosotros sois el talento vivo de la música y lírica –dijo el Conde–. Sin duda, todos sabemos ya el ganador. Que con una melancólica historia nos fascinó. Hago entrega de las 20 monedas de oro y un documento que certifica que pertenece a la excelentísima corte de Carcassone. Extendió su mano hacia el juglar de Lyon y dijo: Tomad y disfrutad.

Atónito, el juglar se acercó al Conde. Se inclinó ante él, y recibió el premio. Su corazón latía increíblemente rápido, la adrenalina fluía por su sangre y su mente mostraba sólo dos imágenes: Su padre y su madre.

– ¿Cómo os llamáis? –le preguntó el Conde-.

El juglar inspiró profundamente, y luego dijo, acostumbrado a aquella pregunta:

– ¿Es necesario que os diga mi nombre?


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