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Por muy pequeña que era, bastante pesaba. Y sólo era una estatuilla de bronce del Arcángel San Miguel. Era bellísima: grandes alas desplegadas en su espalda, una lanza sostenida por ambas manos y apuntando fieramente al piso. Y ahí, en el piso, vencido estaba Satanás.

Sin embargo, el Zar no se concentraba en este elegante y fino adorno. Su mirada se perdía en el horizonte, como buscando una repuesta a algún problema político que probablemente le aquejaba.

Se oyeron pisadas en el pasillo, lo que hizo que el emperador volviera en sí. Dejó a San Miguel en su escritorio, y se puso de pie, al tiempo en que alguien golpeaba la puerta del despacho.

– ¿Quién? –preguntó el Zar-.

– Nicolás, hermano –respondieron-.

– Adelante

La puerta se abrió lentamente, dejando pasar a un hombre alto, de pelo color castaño. Era el Gran Duque Nicolás, hermano del Zar. Pese a que era su hermano, y no su hijo, reclamaba el título de zarevich. Pero el Zar Alejandro no tenía hijos, por lo que lo convertía a él, Nicolás, en heredero directo al trono Ruso.

– ¿Qué deseáis, Nicolás? –le preguntó el Zar-.

– Vine para pediros perdón –le respondió el hermano-.

– Muy bien, pero hacedlo rápido, me encuentro muy ocupado.

– Siempre estáis ocupado –le dijo el “zarevich”–. unca tenéis tiempo para vuestra familia.

– ¿Cuántas veces voy a tener que recordaros a todos que soy el Zar de toda la Santa Rusia? Si tan solo supierais lo que significa tener el peso de toda una nación en vuestras manos.

– Alejandro, sé perfectamente lo que significa el controlar este inmenso Imperio.

– ¿Entonces por qué te empeñáis en hacer que pierda tiempo? ¿Has tenido que planear una estrategia para salvar millones de vidas? No lo creo.

– ¿En eso estáis? Lo siento – dijo el Gran Duque – Pensé que estabais descansando. También lo siento por lo que te dije esta mañana; estaba alterado, Alejandro, y no me gusta cuando me ordenáis cosas. Soy tu hermano.

– Yo también me excedí. Sé lo que se siente el ser reprendido por el Zar ¿No recordáis cómo nuestro padre nos dejaba sin postre si no estábamos a tiempo para la cena?

El Zarevich se rió del comentario de su hermano, y luego agregó:

– Y recuerdo cómo nuestra madre nos defendía. Y cómo el jefe de cocina nos guardaba postre, ¿cómo se llamaba él?

– Vasili, creo, no lo recuerdo muy bien. Bueno, ahora iros que debo ver cómo salvo a Moscú de las garras de Napoleón Bonaparte.

– ¿Viene hacia acá? –la voz del Zarevich se vio inmediatamente afectada por la impresión–. ¿Ese tirano viene para acá? Por eso has pasado todo el día acá.

– Por eso debo idear una estrategia militar para derrotarlos. No quiero perder parte de mi imperio, de nuestro imperio.

– Escuché una vez, Alejandro, que existe una antigua estrategia que se utilizó muchas veces en caso de invasión.

– ¿Cuál? –le preguntó el Zar en tono burlesco-. ¿Soldados de plomo contra un ejército de fieras francesas?

– ¡Hablo en serio! –gritó el hermano–. Es aquella en la que el pueblo abandona toda la ciudad y se aleja. Dejan todas las pertenencias en casa, a merced de los invasores.

– ¡Oh! Aquella. No, no, no, no –respondió el emperador–. Es algo muy difícil de hacer, costaría mucho dinero.

– Era una idea, no es para que te enojéis –le dijo el zarevich-.

– No me he enojado. Ahora iros, dejadme pensar –dijo cortante el Zar-.

El Zarevich retrocedió lentamente por donde había venido y salió de la habitación. El eco de sus pasos se fue alejando cada vez más, hasta desaparecer.

El Zar se sentó nuevamente a pensar. Tomó la estatuilla y contempló al Arcángel amenazando a Satanás. Vino entonces una idea a su mente. Haría lo que su hermano había propuesto, pero no sólo eso; esperaría a que el “emperador” francés llegara a Moscú, y luego lo atacarían por sorpresa. Mandaría también a unos saboteadores para que incendiaran el Kremlin en caso de que los franceses lo tomaran bajo su poder. Incendiaría todo lo que cayera en manos de los invasores…

Semanas después, Napoleón Bonaparte y sus tropas llegaban exhaustos a una ciudad totalmente abandonada, sin señales de vida.


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