(Fecha edición: 04-01-2006)
Por Roberto Ampuero.- Cuando llegué a vivir hace algunos años a Estados Unidos, una de las primeras cosas que hice fue ir a inscribir a mis hijos en la escuela de mi barrio. El estado de Iowa tiene el mejor nivel de escuelas públicas de la nación, y dentro de él, la ciudad de Iowa City ocupa el primer lugar. Para matricular a mis hijos sólo bastó informar que vivíamos en el vecindario y que en los próximos días entregaría una cuenta de teléfono que lo corroboraría. Nunca se me preguntó si los niños eran estadounidenses o extranjeros, si sus apoderados estaban casados o emparejados, nadie jamás nos preguntó si éramos residentes legales o ilegales.
Años más tarde, cuando jugué con la idea de regresar a vivir a mi país, constaté que Chile sigue siendo el mismo de siempre: la educación pública es una quimera en relación con la movilidad social, la educación privada es la única opción para sectores medios y altos, los buenos colegios se hallan usualmente en la capital y ciudades grandes, y la mayoría de los establecimientos de calidad son pagados, bien de colonia o inspiración religiosa. Como me proponía vivir en provincia, visité un par de buenos colegios cristianos. Tras informarme sobre las mensualidades y exámenes a los que debía someter a mis hijos, se me exigió certificados de matrimonio por la Iglesia, de bautizo, primera comunión y el compromiso de que mi mujer y yo participaríamos en cursos de catecismo. Cumplíamos con los requisitos, pero nos quedó claro que para mis niños era más fácil ingresar a la educación en Estados Unidos que a la de su propio país. En el primero, la buena educación era efectivamente un derecho, en Chile uno mediatizado.
Todo esto surge de una sociedad altamente estratificada, que vive en «un eterno retorno», como sugieren la novela «El sueño de la historia», de Jorge Edwards; el cuento «En el corazón del imperio», de Jaime Collyer, o el ensayo «Con las riendas en el poder», de Sofía Correa. Por ello no me sorprendieron los recientes resultados de la Prueba de Selección Universitaria (PSU), que demostraron una vez más lo que todos sabemos desde la cuna: sólo si perteneces a una familia con ciertos recursos podrás acceder a buena educación básica y media, y sólo así podrás llegar a las mejores universidades y las carreras más solicitadas.
En ese sentido seguimos construyendo un país en donde no sólo la iniquidad es un escándalo, como dice la Iglesia Católica, sino también la educación. Pareciera que seguimos apostando a la exportación de cobre, fruta, madera y pescado, como en el pasado al salitre, condenándonos a la dependencia de materias primas, descuidando el capital humano. En los debates presidenciales la educación, considerada no como medio para aprender a leer y escribir, sino como estrategia para salir del subdesarrollo, no fue planteada por ningún entrevistador, y los postulantes se refirieron a ella mediante lugares comunes.
Pese a los posgrados obtenidos afuera por nuestros líderes, la educación como se la concibe en países del sudeste asiático, Europa, EE.UU., Nueva Zelandia, la India o China no es aquí tema. Un botón de muestra es el presuroso paso del ministro de Educación al comando de Bachelet: en un país donde la educación es clave, no se ve con buenos ojos que abandonen esa cartera entre gallos y medianoche por un puesto de comando presidencial, obligando al gobierno a improvisar otro nombramiento.
En Chile, país integrado a la economía mundial, aún no vemos estrategias para enseñar inglés, ni proyectos que apunten a formar especialistas para polos de inversión tecnológica, ni becas generosas que favorezcan a estudiantes sobresalientes de sectores bajos. En Estados Unidos, por ejemplo, asombra la frecuencia con que uno encuentra a profesionales calificados y exitosos que cuentan que crecieron en un hogar pobre. Allí la educación genera tiraje en la chimenea social.
En educación media y universitaria nos separan brechas insalvables de Corea, India, Israel o China. En varios aspectos figuramos en educación detrás de Argentina, Costa Rica y Cuba, y mejor olvidar que las universidades latinoamericanas no figuran en los rankings de las mejores del mundo.
Los análisis sobre los resultados de la PSU seguirán siendo variados, pero ninguno puede apartarnos de una verdad del tamaño de una catedral: el éxito de los países desarrollados ha ido invariablemente acompañado de una educación pública de calidad.
Roberto Ampuero
Columna de Opinión
Publicado en «Reportajes» del Diario La Tercera. 25-12-2005