Hasta la aparición del profeta Mahoma (año 571 d.C.), los árabes no habían tenido gran importancia en el mundo. Formaban numerosas tribus antagónicas, guerreras y crueles; eran pastores nómadas en el Heyaz (frente a la costa del mar Rojo), agricultores en el Yemen, salteadores en sus fronteras, y soldados mercenarios en el extranjero. Fue un pueblo que, escapando a las conquistas del persa Ciro, del macedonio Alejandro y de los romanos, conservó la vida patriarcal que aprendieron de sus abuelos, hijos (según la tradición) de Ismael. No formaba un estado homogéneo, sino que estaba dividido en tribus, gobernada cada una de ellas por un jefe particular o emir, envueltas por lo general en guerras entre sí o con sus vecinos, suscitadas siempre por querellas y disputadas de pastores pobres sobre pastos, abrevaderos (lugares con agua para dar de beber al ganado), robos y venganzas.
Cuando estaban en paz, los caballeros árabes, que siempre tuvieron fama de excelentes arqueros y hábiles en el manejo de la espada y de la lanza, vendían sus servicios a los reyes de Egipto, de Persia o de Siria.
Hasta pocos años antes de la venida de Mahoma ignoraban aún el alfabeto y el arte de escribir.
Los árabes son blancos y tienen cercano parentesco con los hebreos. Se llamaban descendientes de Ismael, hijo del patriarca bíblico Abraham, y de Agar, su esclava egipcia, y había en ellos una mezcla singular de salvajismo y de instintos caballerescos. Por ejemplo, estaba permitido enterrar vivas a las niñas al nacer, porque su nacimiento era considerado una desgracia. «Éramos tan míseros -señalaron los mensajeros del califa Omar al rey de Persia, cuando les interrogó sobre lo que el profeta hiciera-, que había entre nosotros gente que debía aplacar su hambre devorando insectos y serpientes; y otros se veían obligados a hacer morir a sus hijas para no compartir con ellas sus alimentos. Sumidos en las tinieblas de la superstición y de la idolatría, sin leyes, ni frenos, enemigos siempre unos de otros, no pensábamos más que en saquearnos y destruirnos mutuamente». Pero en el combate, por el contrario, se veía a árabes tender una lanza a su adversario desarmado.
Respetaban religiosamente las leyes de la hospitalidad y la palabra dada. Al igual que los griegos, apreciaban la poesía, y tenían concursos poéticos durante los cuales se suspendían los enfrentamientos armados, cualquiera que fuese la guerra en que estuviesen envueltos.