Las que están en el hemisferio norte emigran hacia el sur al final del verano y vuelven a su lugar de origen a principios de la primavera. Las que están en el hemisferio sur hacen el viaje a la inversa, debido a la diferencia en la sucesión de las estaciones. También hay migraciones altitudinales: hacia las regiones montañosas en verano, y de regreso a las llanuras en invierno.
Los desplazamientos pueden ser de muchísimos kilómetros, como los del charrán ártico y el chorlito dorado, que pasan el verano en Groenlandia y Alaska, y el verano en el hemisferio sur, en el sur de Chile e incluso en la Antártica. Otras aves, como el papamoscas collarino, el zorzal europeo y el ave fría, realizan vuelos cortos: no se alejan de Europa occidental y el norte de África.
Aunque al parecer la escasez de comida es la principal causa de la migración, el acortamiento del día con la llegada del invierno también tiene sus efectos: las aves resienten el cambio de temperatura y se cree que además sufren algún cambio hormonal, que las altera.
Respecto a cómo se orientan para llegar correctamente a su destino, se cree que las que vuelan de noche se guían por las estrellas, y las que lo hacen de día, por el sol. Al parecer pueden interpretar instintivamente las alturas y posiciones de estos astros, y es posible que recuerden los rasgos geográficos de los lugares sobre los que tienen que pasar. El hecho es que las rutas son casi siempre las mismas. El papamoscas, por ejemplo, vuelve cada año a anidar al mismo lugar del que partió el año anterior.
La mayoría de las aves migratorias anidan en el norte, y cuando los jóvenes son suficientemente fuertes para iniciar el viaje vuelan hacia el sur. De regreso al norte, los jóvenes ya serán adultos. La siguiente primavera, les tocará anidar, con lo que nuevamente se dará inicio a su ciclo vital.