Tras la caída del Imperio Romano de Occidente, el Imperio Romano de Oriente se mantuvo hasta 1453, cuando fue ocupado por los turcos otomanos. Pero su existencia siempre se vio amenazada por pueblos como los eslavos, persas y búlgaros. Sin embargo, bajo el dominio del emperador Justiniano (527 al 565 d.C.) se restableció la unidad romana y Bizancio vivió una época de esplendor que la transformó en una ciudad que no se podía comparar con ninguna otra, dada la magnificencia de sus construcciones y obras públicas. A pesar de ello, esta época de reunificación terminó, aunque los emperadores de Oriente continuaron alegando sus derechos sobre las tierras que en el pasado habían dado forma al Imperio de Occidente.
A diferencia de lo que ocurría en Occidente, el poder temporal del emperador en Bizancio no se debilitó, e incluso llegó a tener injerencia en cuestiones de carácter religioso. Con el tiempo, aparecieron divergencias entre la iglesia griega y la romana. En el año 381 se rechazó formalmente la doctrina que afirmaba que el obispo de Roma, es decir, el Papa, tenía jurisdicción sobre toda la Iglesia; luego se agregó el rechazo al culto de imágenes sagradas, llegándose a la mutua excomunión del Papa León IX y el patriarca Miguel Cerulario el año 1054, lo que implicó una ruptura definitiva y el surgimiento de la Iglesia griega ortodoxa, que perdura hasta hoy.
Bizancio
Bizancio (o Constantinopla) estaba situada en una encrucijada de los caminos que conducían a Oriente. Esta posición geográfica la exponía, por una parte, a los ataques de sus enemigos, pero, por otra, facilitaba su activo comercio con apartadas regiones. De Oriente llegaban especias, perlas y sedas, y desde el mar Negro, trigo, pieles y esclavos.
Todo redundó en una cultura polifacética que entremezclaba elementos de distinto origen, aunque con un marcado predominio griego, de tal modo que el idioma del mismo nombre llegó a convertirse en la lengua oficial.